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¿Qué es la Apologética?

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El término griego “á¼€πολογÎ¯α” (etimológicamente apo – “desde fuera”- y logos – “palabra”-, es decir, devolver una palabra, responder) refiere al arte de la defensa, tanto en el ámbito militar (contra el ataque de un enemigo en una batalla) como jurídico (defensa de un abogado ante un tribunal). Aplicado a la fe, la apología católica[1] consiste en dar una justificación razonada y convincente de nuestras convicciones como creyentes, ante las objeciones de personas que no comparten nuestra fe, sean éstas no-católicas, no-cristianas, agnósticas o ateas.

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La apología abarca tanto el arte de conocer como el de saber brindar, con respeto, cordialidad y elocuencia, las respuestas adecuadas ante estos planteos. Se trata de un conjunto de argumentos razonables y convincentes, como así también ciertos métodos para poder entablar un diálogo provechoso sin ser avasallados. Con estas herramientas estaremos en condiciones, al menos, de darle algo en qué pensar a quien nos aborde. Se trata de dejarle una “piedrita en su zapato”[2]; luego habrá que dejar espacio para que el Espíritu Santo haga su parte.

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Al desplegar su tarea, los apologistas deberían tener presente que ésta no es ni necesaria ni suficiente para el acto de fe. No es necesaria, pues todos conocemos a gente que tiene una fe muy sólida sin haber leído jamás una sola palabra de apología. No es suficiente, porque la fe es un don de la gracia, y no un punto de llegada a partir de argumentos humanos[3]. El argumento apologético, en cambio, habrá de mostrar que no es razonable negar esta experiencia de fe[4].

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El conocimiento de la Revelación nunca resulta tan evidente como para que nos exima de un acto de fe en ella. La apología consiste en presentar “motivos de credibilidad” que puedan llegar a todo oyente, a fin de que éste reconozca el Dios que se ha manifestado en la historia. Esta revelación divina carecería de relevancia si no involucrara también el significado de nuestra existencia. Sería inútil exponer acontecimientos sobrenaturales en la historia si no acreditáramos, a la par, que el cristianismo responde a la pregunta fundamental de nuestra existencia.

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El apologista, en otras palabras, tiene la humilde tarea de mostrar por qué es acorde a nuestros anhelos más profundos aceptar la Palabra de Dios tal y como llega a nosotros a través de las Escrituras y de la Iglesia. La Iglesia católica ha enseñado que hay signos suficientes para hacer del asentimiento de la fe algo objetivamente justificable. Quien defiende la fe habrá de descubrir esos signos y organizarlos de tal modo que resulten convincentes según las características de los oyentes. Los argumentos jamás serán capaces de demostrar la verdad del cristianismo más allá de toda duda, pero sí pueden señalar que los argumentos en contra del cristianismo no son consistentes y que el salto de la fe está fundamentado. La gracia de Dios hará el resto[5].

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Veamos tres motivos al respecto que nos brinda el filósofo y teólogo William Lane Craig[6]:

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1º. Para enfrentar al “nuevo ateísmo”, militante y muy agresivo, que califica a la fe como una superstición que hay que erradicar: Richard Dawkins, Christopher Hitchens, Sam Harris, Daniel Dennet, Michel Onfray, Steven Weinberg, etc. Escojamos unas pocas citas, todas de gran elocuencia:

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• “La religión lo emponzoña todo” (Christopher Hitchens, “Dios no es bueno”).

• “Dios da muerte a todo lo que le hace frente, comenzando con la razón, la inteligencia y la mente crítica” (Michel Onfray, “En Defensa del Ateísmo”).

• “La fe es un mal precisamente porque no requiere justificación y no tolera argumentos” (Richard Dawkins, “El espejismo de Dios”).

• “El mundo necesita despertarse de la larga pesadilla de la religión” (Steven Weinberg, Simposio “Beyond Belief: Science, Religion, Reason and Survival”, Salk Institute, California, 5/11/2006).

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2º. Para fortalecer la convicción de los creyentes: es necesario saber las razones de nuestra fe, a fin tanto de compartirla con mayor firmeza como de preservarla mejor en nuestros momentos de duda.

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3º. Para procurar la conversión de no creyentes: una semilla que plantemos en alguien puede, siempre por la acción del Espíritu Santo, conducir a su conversión, y ésta, a su vez, influir en otros.

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Así pues, esta página está pensada principalmente para todos aquellos cristianos que se sientan presionados, perplejos o desorientados ante los desafíos (sean bienintencionados o no) de quienes nos rodean, y que deseen disponer de algunas herramientas eficaces, convincentes y verdaderas para poder dar razón de su fe, en medio de una sociedad a la que están llamados a evangelizar.

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Breve historia de la apología

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Ya en el Nuevo Testamento podemos encontrar pasajes en el libro de los Hechos de los apóstoles o la 1ª Carta de Pedro donde se emplea el término como una forma de defensa o justificación: “…Pablo, de pie sobre la escalinata, hizo una señal al pueblo con la mano. Se produjo un gran silencio, y Pablo comenzó a hablarles en hebreo. 'Hermanos y padres, les dijo, escuchen lo que hoy les voy a decir en mi defensa' [á¼€πολογίας]” (Hch 21,41-22,1). Y Pedro pide en su 1ª Carta a sus discípulos: “Estén siempre dispuestos a defenderse [á¼€πολογίαν] delante de cualquiera que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen” (1Pe 3,15).

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La misma apología “es tan antigua como la religión”; podemos hallarla ya en la tradición judía con “los LXX” sabios judíos, Filón de Alejandría, el Talmud o Flavio Josefo en su polémica contra el paganismo[7].

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Los padres apostólicos (es decir aquellos que tuvieron contacto con los apóstoles) como Bernabé, Clemente de Roma, Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna y Hermas de Roma) y los grandes padres apologistas de los dos primeros siglos (Justino, Taciano, Arístides, Atenágoras, Tertuliano, Ireneo, Clemente Alejandrino y Orígenes) se empeñaron principalmente en defender la conducta de los cristianos contra acusaciones y persecuciones. Asimismo, salvaguardaron la realidad de la Encarnación y la resurrección ante las incipientes corrientes gnósticas[8].

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Se distinguen los aportes de San Justino (†165), con su idea de las “semillas del Verbo” contenidas en toda religión, que conducen a la plenitud de la verdad en Jesucristo[9] y de San Clemente de Alejandría (†215), que consideraba a la filosofía como preparación para el Evangelio[10]. Por su parte, San Agustín (†430), manifestó que la Iglesia era el signo de credibilidad por excelencia: los discípulos “vieron la Cabeza [Cristo] y creyeron en el cuerpo [la Iglesia]; nosotros vemos el cuerpo y creemos en la Cabeza”[11].

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Luego del cese de las persecuciones del Imperio Romano y el fin de las invasiones bárbaras, durante la floreciente escolástica, la religión cristiana se consolidó como un patrimonio de pacífica y universal posesión. Por ende, el problema apologético no fue considerado apremiante; no hubo en este período ninguna obra específicamente apologética.

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Con todo, no es despreciable el aporte realizado en este campo por Santo Tomás de Aquino (†1274), especialmente con su Suma contra los gentiles (1259-1265), con un método esencialmente distinto del de su célebre Suma teológica. Mientras que ésta fue redactada pensando en sus alumnos de teología, aquélla estuvo dirigida a paganos, judíos y musulmanes; por eso, apelaba principalmente a la razón y no a las Escrituras, reivindicando el papel positivo de la inteligencia tanto para disponer al hombre a la Revelación como para demostrarle su credibilidad. En libro I se exponen los argumentos principales para demostrar el origen divino de la revelación cristiana, poniendo de relieve su íntima conexión: los milagros, la resurrección de la muerte, las conversiones y las profecías del Antiguo Testamento cumplidas en la religión cristiana[12].

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Desde la primera mitad del siglo XVI, la lucha contra el protestantismo planteó a la apología nuevos problemas y nuevas exigencias. La corriente protestante reconocía aún la autoridad divina de las Sagradas Escrituras, pero negaba el origen divino de la Iglesia, trasladando hacia dentro del individuo el criterio último para comprender los textos bíblicos. San Roberto Belarmino (†1621) y San Francisco de Sales (†1622) fueron los autores que más se han distinguido en la defensa contra esta interpretación[13].

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Con el siglo XVIII llegó el deísmo de la Ilustración, que reivindicaba una religión puramente natural, de la que estaba ausente por completo la idea de la Revelación sobrenatural. Esta línea se plasmó en el siglo XIX con el racionalismo bíblico, que despojaba de todo valor histórico a los libros de los evangelios. David Strauss (†1874) en Alemania, y Ernest Renán (†1892) en Francia fueron sus dos referentes principales. Los apologistas católicos verán entonces la necesidad de dar mayor amplitud y fuerza a la tesis que desarrolla el valor histórico de los libros sagrados en general y, en particular, de los evangelios[14].

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Asimismo, ante el racionalismo de Anton Günther (†1863) y Jakob Frohschammer (†1893), que rebajaba el concepto de misterio de las verdades de fe, los autores católicos puntualizaron que estos conocimientos, por su propia naturaleza, superan a las fuerzas de la razón, y que, por tanto, siguen siendo inaccesibles a ésta aun después de la Revelación. El fruto de estas controversias y discusiones fue en algún grado recogido y sancionado por el Concilio Vaticano I (1869 - 1870) en las dos constituciones “Dei Filius” y “Pastor Aeternus”, las cuales pueden ser consideradas como la cumbre y la base para la teología fundamental, disciplina que incluye la apología[15]. Este Concilio remarcó la necesidad de una autoridad divina[16]. Este elemento constituye el motivo fundamental en la línea de la apología del P. Maurice d’Hulst (†1893)[17].

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Ahora bien, vimos hasta ahora que la llamada apología “tradicional” o “clásica”, surgió como el resultado de una necesidad histórica: la lucha contra los protestantes del siglo XVI, los ateos prácticos del siglo XVII y los deístas del siglo XVIII. A los ateos había que oponerles una teodicea (teología natural) rigurosa y mostrarles la necesidad de la religión. Contra los deístas, que se contentaban con una religión natural y rechazaban toda idea de revelación histórica, había que mostrar que el cristianismo es la verdadera religión, sobre la base de unas pruebas apodícticas que establecieran que Jesucristo es la Palabra de Dios. Finalmente, contra los protestantes, había que mostrar que la Iglesia Católica, entre las diversas confesiones cristianas, es la única y verdadera Iglesia[18].

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Mientras que el protestantismo subrayaba en la fe los elementos de subjetividad, en particular la acción del Espíritu que nos hace adherirnos a la palabra de Dios y nos da la certeza de su origen, la apología católica insistía en los criterios objetivos. Esto lo vemos en el Concilio Vaticano I con su insistencia en los milagros y las profecías como motivo de credibilidad. Se sostenía que la fe es el término necesario de la demostración cristiana, mientras que la entrada en la Iglesia es el resultado de la demostración católica[19].

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A principios del siglo XX fue fermentándose una reacción contra esta visión de la apología clásica. Hubo una renovación de los estudios bíblicos y patrísticos, la evolución de los métodos y de las técnicas de exégesis y un impulso para una nueva filosofía antropológica y el movimiento de renovación ecuménica. Gracias a estos cambios, se fue cambiando la actitud agresiva y polémica frente a los adversarios en actitud de apertura y de diálogo, descubriendo, a la vez, la realidad de una Revelación divina mucho más rica y personal[20]. Este contexto cultural y religioso inédito ha puesto de relieve los puntos flacos y los límites de la antigua apología[21]:

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  • La apología tradicional quiso manifestar la credibilidad de la revelación, pero antes de haber emprendido un estudio serio de la realidad sobre la que pretende dirigir una mirada crítica. Si la apología ha de ocuparse de una credibilidad concreta y humana de la revelación, debe tener en cuenta no sólo los signos en sí sino también el destinatario del mensaje, incluida su subjetividad (tal como lo hizo Maurice Blondel, como veremos luego).

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  • En lugar de cerrar posiciones contra adversarios protestantes, deístas y racionalistas, se puso más énfasis en crear condiciones de aproximación y de diálogo antes que en refutar.

 

  • La apología clásica, después de haber establecido sobre la base de argumentos externos que Jesús es el enviado de Dios y que ha fundado la Iglesia (excluyendo a menudo el tema capital de la resurrección), concluía que había que recibir de esa Iglesia todo lo que debemos creer. De esta manera, omitía la referencia a la inteligibilidad del mensaje cristiano: la revelación es “creíble” no sólo por causa de los signos externos, sino también porque revela al hombre a sí mismo en su misterio más profundo.

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Después Del Concilio Vaticano I y, comenzado ya el siglo XX, hubo un florecimiento de apologistas cristianos: grandes escritores como G. K. Chesterton (†1936), C. S. Lewis (†1963), y Dorothy Sayers (†1957). Entre los protestantes, teólogos Paul Tillich (†1965) y Wolfhart Pannenberg (n. 1928) han sido considerados, en sus diferentes formas, destacados apologistas de la fe cristiana. Asimismo, también se destacaron los católicos Pierre Teilhard de Chardin (†1955), Etienne Gilson (†1978), Jacques Maritain (†1973), Henri De Lubac (†1991), y Luigi Giussani (†2005), que escribieron obras importantes y de gran popularidad dirigidas a no creyentes y a cristianos alejados[22].

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Con motivo de los debates entorno de la apología tradicional, surgieron algunas corrientes interesantes. Veamos dos de las más relevantes:

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1) El “Método de inmanencia”: Su principal referente fue el filósofo católico Maurice Blondel (†1949), que desarrolló la idea de una capacidad y deseo natural de la persona de lo infinito[23].

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2) El “Presuposicionalismo”: Este método reconoce sus inicios en Benjamín Warfield (†1921), un presbiteriano del “Princeton Theological Seminary”. En un artículo sobre la apología publicado en 1908, Warfield mantenía que la cuestión de la apología era establecer la veracidad del cristianismo como religión absoluta, de modo directo e integral. Ante los crecientes ataques de exégetas liberales sobre la inspiración y la inerrancia de la Biblia, los fundamentalistas se alinearon detrás de Warfield[24]. En 1909 publicaron el primer volumen de “The Fundamentals”, salvaguardando de la crítica bíblica puntos como la virginidad de María, la muerte expiatoria de Cristo y su resurrección física[25]. Entre los alumnos de Warfield en Princeton se encontraba el teólogo reformado holandés Cornelius van Til (†1987). Fue uno de los fundadores del “Westminster Theological Seminary” de Filadelfia, donde él enseñó apología hasta su retiro en 1975. Su perspectiva característica, conocida como “presuposicionalismo”, mantiene que la polémica entre cristianos y no creyentes no puede dirimirse sino mediante un marco conceptual que determine qué hechos y leyes son necesarios para la inteligibilidad. Los cristianos han de comenzar “presuponiendo” que la revelación contenida en las Escrituras es cierta y, a continuación, demostrar que la entera realidad sólo tiene sentido en términos de esta presuposición[26].

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Otra fase fundamental de la apología comienza en torno a los años sesenta con la promulgación de la constitución “Dei Verbum” (1965) del Concilio Vaticano II (1962-1965). Distanciándose de los antiguos métodos, se identificaba con un nuevo estilo. A partir de sus dos temas centrales, a saber, la revelación y su credibilidad, se enriqueció y profundizó la teología fundamental, incorporando los interrogantes del oyente concreto[27].

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La revelación se presenta no sólo como doctrina, sino como un acto de auto-donación de Dios en Jesucristo. Cristo es la revelación perfecta de Dios. Esta constitución presenta la revelación cristiana inserta en una “economía de la salvación”: ese misterioso designio que Dios prosigue y se realiza a lo largo de los siglos por los caminos previstos por él. La constitución subraya también las dimensiones histórica, interpersonal, dialogal, cristológica y eclesial de la revelación[28].

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El método preferido por el Concilio fue una presentación confiada, atractiva y conciliadora de la doctrina católica, en lugar de un intento de demostrar sistemáticamente su veracidad. Sin embargo, hay ciertos motivos apologéticos presentes en la constitución pastoral "Gaudium et Spes" sobre la Iglesia en el mundo actual: nos presenta a Jesús como la clave del sentido del mundo y su historia (GS 10) y como luz que ilumina el enigma del dolor y de la muerte (GS 22). La fe cristiana motiva al creyente a trabajar por tales metas con mayor vigor que si lo hiciera sin ella (GS 43). Cristo, a través de su Espíritu, ofrece la iluminación y la fortaleza para estar a la altura de su destino supremo (GS 10)[29].

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Sin negar los argumentos tradicionales basados en presentar las “razones de credibilidad” a partir de los signos históricos de la revelación (milagros, profecías, mensaje, resurrección), la teología fundamental de la etapa postconciliar reconoce los límites de esta exposición. Éstos incluían aspectos como la utilización simplista de ciertos argumentos escriturísticos acerca de milagros y profecías, en detrimento de los signos por excelencia: Cristo mismo y su Iglesia[30]. La apología antigua, asimismo, se había centrado en el acontecimiento mismo, menospreciando lo que el mensaje aporta existencialmente al hombre. Al ser Jesús el modo corpóreo y encarnado por el que Dios se manifiesta al hombre, la presencia salvífica de Dios en el mundo no es propiamente verificable más que por la mediación de Jesús. Él es, pues, el misterio que hay que descifrar[31]. Este aspecto antropológico de la credibilidad cristiana, ya subrayado por Blondel, ha sido luego ampliamente desarrollado por destacados pensadores como Romano Guardini (†1968), Gabriel Marcel (†1973), Maurice Zundel (†1975), Karl Rahner (†1984) y Hans Urs von Balthasar (†1988).

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A la par, se produjo en las universidades y seminarios católicos un gran debate sobre el estatus de la apología. Según René Latourelle, la teología fundamental versa sobre la Palabra de Dios como la realidad fundacional del cristianismo (incluyendo las categorías básicas de revelación, tradición, inspiración bíblica y Magisterio de la Iglesia). La apología viene en un segundo momento, cuando la teología fundamental trata de demostrar que la Palabra de Dios, tal y como llega a través de la historia, es digna de ser aceptada por aquellas personas que aún no la han recibido. Coloca frente a frente los signos de la revelación y las demandas y objeciones de la razón[32].

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En este contexto de relaciones entre la fe y la razón, debe citarse otro aporte de gran relevancia desde el Magisterio de la Iglesia. Se trata de la Encíclica de San Juan Pablo II (†2005) “Fides et Ratio” (1998), que debe considerarse decisiva para la Teología Fundamental[33] y, por añadidura, para la apología católica. Este documento recupera ciertos conceptos clásicos del Concilio Vaticano I, como la relación entre razón y fe, y la credibilidad, aunque renovados a partir del Vaticano II[34]. Se da primacía a la credibilidad histórica y antropológica de la Revelación, al afirmar que el hombre no puede prescindir de la historia de la Revelación “si quiere llegar a comprender el misterio de su existencia” (FR 14). Juan Pablo señala los dos ejes de la Teología Fundamental: “la revelación, con su credibilidad” y “la fe y la razón, con su compatibilidad” (FR 67)[35].

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En estos últimos años, la apología ha asistido a una potente revitalización, en particular por parte de los evangélicos norteamericanos como Norman Geisler, Lee Strobel, John Lennox, Gregory Koukl, William Lane Craig, J. P. Moreland, Alvin Plantinga, Richard Swinburne, Ravi Zacarias, John Polkinghorne, Alister McGrath, Francis Schaeffer, Paul Copan, etc. Señalemos, entre ellos, tres destacados representantes del método clásico:

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1) Richard Swinburne, que afirma que los Evangelios y otros relatos bíblicos son fiables en los testimonios que ofrecen sobre Jesús como divino maestro y Salvador resucitado. Entre sus obras principales se encuentra la trilogía formada por The Coherence of Theism (1977), The Existence of God (1979) y Faith and Reason (1981), todos ellos revisados y corregidos posteriormente.

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2) Norman Geisler (†2019), fundador y presidente del “Southern Evangelical Seminary” de Charlotte, en los Estados Unidos, fue uno de los apologistas norteamericanos más prolíficos de este período, en la línea “clásica” de san Agustín, san Anselmo y santo Tomás de Aquino[36].

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3) William Lane Craig, con sendos doctorados en filosofía y teología, ha publicado una serie de trabajos importantes de apología basados principalmente en el camio clásico del argumento cosmológico y el método “evidencialista” histórico y teológico de la resurrección de Jesucristo.

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Los apologistas católicos suelen ampliar el campo de búsqueda de las pruebas para incluir prácticamente toda la historia del mundo y la integridad de la experiencia humana. Un número creciente de ellos se suma a los argumentos tradicionales a favor de la existencia de Dios[37]. Los más destacados, además de los insignes apologistas John Newman (†1890), G. K. Chesterton (†1936) y Fulton Sheen (†1979), son actualmente Ronald Knox, Robert Barron, Peter Kreeft, Jorge Löring (†2013), Vittorio Messori, Scott Hahn y Flaviano Amatulli, entre otros.

 

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[1] Algunos autores distinguen entre “apología” y “apologética”. Ésta última es la ciencia de la “apología”, del mismo modo que la dogmática es la ciencia del dogma. Por simplicidad, usaré el término “apologética” sólo como adjetivo.

[2] Según la acertada metáfora propuesta por Gregory Koukl en su libro “Tactics. A Game Plan For Discussing Your Christian Convictions”, Michigan, 2009.

[3] Dulles, A., Historia de la Apologética. Encuentros y desencuentros entre la razón y la fe, Madrid, 2017, p. 420.

[4] Bouillard, H., Logik Des Glaubens, Freiburg, 1966 p. 28.

[5] Dulles, A., Op. Cit., p. 421.

[6] Craig, W., On guard. Defending Your Faith with Reason and Precision, Ed. electrónica, pos 4%.

[7] Schanz, P., Apología del Cristianismo, Tomo I, Barcelona, 1913, p. 37s.

[8] Gaboardi, A., El método apologético, Barcelona, 1961, p. 12.

[9] San Justino, Apología, II, 8,1-2,1-3; 13,3-6.

[10] San Clemente de Alejandría, Stromata, I, 5, 28; ll, 4, 15, 5; etc.

[11] San Agustín, Sermón 116, 6.

[12] Suma Contra Gentiles I, VI; Cf. Gaboardi, A., Op. Cit., p. 15.

[13] Ibid., p. 16.

[14] Ibid., p. 17.

[15] Ibid., p. 22.

[16] Concilio Vaticano I, Constitución Dei Filius, Cap. III.

[17] Ibid., p. 25.

[18] Latourelle, R., “Teología Fundamental” (art) en Latourelle, R. y Fisichella, R., Nuevo Diccionario de Teología Fundamental, Madrid, 1992, I,2.

[19] Id.

[20] Id.

[21] Id.

[22] Dulles, A., Op. Cit., p. 419.

[23] Si bien su propuesta generó numerosas polémicas en torno al tema de las relaciones entre el orden sobrenatural y el natural, Blondel dejó a salvo la gratuidad del don sobrenatural de la fe. Sus enseñanzas están consonancia con la posterior Encíclica Humana generis (1950) (Cf. Gaboardi, A., Op. Cit, p. 52). Volveré sobre este método en el item acerca del "camino del corazón" de la fe cristriana.

[24] Dulles, A., Op. Cit., p. 419.

[25] Ibid., p. 368.

[26] Ibid., p. 368-369.

[27] Latourelle, R., Op. Cit., I, 3.

[28] Id.

[29] Dulles, A., Op. Cit., p. 374.

[30] Latourelle, R., Op. Cit., I,3.

[31] Id.

[32] Dulles, A., Op. Cit., p. 375.

[33] Pié-Ninot, S., “40 años de Teología Fundamental en España (1978-2018). Un balance” 307-338 en Carthaginensia, Revista del Instituto Teológico de Murcia, Vol. XXXIV Julio-Diciembre 2018, Número 66, p. 308.

[34] Id.

[35] Ibid., p. 309.

[36] Dulles, A., Op. Cit., p. 407.

[37] Ibid., p. 419.

 

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