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El argumento de la moralidad humana

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1) Planteo

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El ser humano es un punto de partida para una variedad de argumentos para la existencia de Dios: Por esta vía transitaron pensadores de la talla de San Agustín, San Anselmo, Pascal y Descartes. Todos compartían la convicción de que, mediante un proceso de introspección, es posible descubrir cómo el hombre remite a Dios[1]. René Descartes (†1650) y San Anselmo de Canterbury (†1109) elaboraron sus respectivas pruebas desde una meditación sobre el intelecto humano. Para Descartes la idea misma de infinito en el hombre evidencia la existencia de Dios. Siendo la persona humana un ser finito, este concepto nunca podría haber sido ideado por ésta, sino sólo por Dios mismo, único infinito.

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Un tanto más complejo y polémico (combatido entre otros por Santo Tomás y Kant) es el “argumento ontológico” que San Anselmo desarrolló en su Proslogion, y que ya citamos y explicamos al pie de página en la sección anterior.

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De todos estos argumentos, según William Lane Craig, aquél que se ha mostrado más efectivo para responder a la cultura contemporánea es el de la existencia de la moralidad en la conciencia humana.

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La cuestión central de este argumento es: ¿podemos ser buenos sin Dios? Es importante aclarar que esto no es lo mismo que preguntarnos: ¿podemos ser buenos sin creer en Dios?, cosa que, evidentemente, es cierta. Hay no creyentes que llevan una vida virtuosa, aun careciendo de una base primordial para su moralidad. Así, esta cuestión nos lleva a indagar acerca de la base de nuestros valores: ¿Tienen origen exclusivamente natural? Es decir: ¿surgieron por una convención social?, ¿por ciertas preferencias subjetivas?, ¿por la evolución?... ¿O requieren a Dios como explicación última?

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Vimos ya en la sección anterior, especialmente cuando presentamos las vías de Santo Tomás, que Dios se evidenciaba como fundamento y razón del ser mismo de las cosas. El argumento central consistía allí en afirmar que, si Dios no existiera, entonces nada existiría. Desde el punto de vista metafísico, lo decisivo del argumento en favor de la existencia de Dios es la dependencia en el ser del universo. La moralidad supone necesariamente este vínculo por el cual Dios Creador nos la otorga como parte constitutiva de nuestra persona.

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Adoptando una acertada analogía propuesta por el Dr. Oscar Beltran (filósofo y docente de la Universidad Católica Argentina), la cual establece un paralelismo entre Dios como creador del hombre y el hombre como constructor de aviones: las tesis tomistas demostrarían que, si el hombre no existiera, sencillamente no habría aviones; ahora, de modo indirecto, se señala que, si el hombre no existiera, los aviones no volarían.

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El argumento moral se relaciona con la universalidad de la experiencia moral y sostiene que, a menos que haya un Dios, no hay una base fundamental para la ley moral. Los apologistas clásicos responden a la objeción de que los juicios éticos varían de un lugar a otro, argumentando que, independientemente del tiempo o la cultura, hay un concepto incorporado de conducta normativa, un sentido universal del deber ser. Es cierto que la gente puede reconocer la ley moral, sin considerarla una prueba teísta; pero esto no significa que dicha ley pueda tener en sí misma una validez real fuera de Dios.

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Clive Staples Lewis (†1963), además de un popular escritor de ficción, fue uno de los mejores apologistas cristianos del siglo XX. En su obra “Mero Cristianismo”, comienza señalando que los seres humanos tienen la idea de que deben comportarse de ciertas maneras, aunque a veces no sea el caso. Se trata de la “Ley de la Naturaleza Humana”: después de argumentar que esta Ley es real y no se deriva de los seres humanos mismos, sino que es “algo que está más allá de los hechos comunes del comportamiento de los hombres”, pregunta qué hay detrás de la Ley. “Queremos saber si el universo simplemente es lo que es sin ninguna razón o si hay un poder detrás de él que lo hace lo que es”. La Ley nos muestra que existe un “Director o Guía” en nuestra conciencia. No se trata de una cuestión de fe, sino de descubrir a este Poder detrás de nuestro actuar moral, antes de introducir afirmaciones cristianas específicas[2].

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Ahora bien, el presente apartado se propone reflexionar desde el ámbito de la experiencia humana. Este abordaje posee un gran mérito: resulta más inmediato, a causa de la percepción interna de la moralidad, compartida tanto por no-creyentes como por escépticos.

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2) Moral: ¿Convención social? ¿Preferencias subjetivas? ¿Surgidas por necesidad de la especie?

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La visión del relativismo moral rechaza que haya un conjunto de valores permanentes, más allá de los tiempos, culturas y circunstancias históricas (tales como el respeto a la vida humana, el derecho al trabajo, la educación y la salud). Cada cultura tendría así sus propios principios éticos que diferirían radicalmente según la época y el lugar. Así, toda cultura sería válida y debería ser respetada. Trent Horn da un excelente ejemplo de cómo semejante postura es “auto-refutativa”[3]:

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¿Cómo se sitúa un relativista moral ante una cultura que no cree en la tolerancia? Por caso, ¿qué debería pensar de un estado musulmán que niega la libertad de religión y ejecuta a los musulmanes que se han convertido a otra fe? Si el relativista dice que los musulmanes se equivocan al ser intolerantes, entonces está siendo intolerante con su cultura y está contradiciendo su propio principio. Por otro lado, si el relativista dice que no hay nada de malo en que los musulmanes subyuguen a otras personas porque así es su cultura, entonces ya no puede postular que todos deberían practicar la tolerancia; no puede aplicar siempre el relativismo y éste se anula a sí mismo.

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Además, esta tesis de la inexistencia de valores éticos compartidos no es exacta: si se estudian de cerca esas culturas, se descubre que hay más factores en común que discrepancias: todas reconocen un núcleo ético que exalta virtudes como la valentía, la generosidad, el cuidado a los mayores y el respeto a los congéneres. Aunque pueda verse difuminado por ciertos desvalores sociales, este núcleo se revela como un llamado y una exigencia en las conciencias para buscar un bien objetivo.

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Kreeft y Tacelli así recogen esta contradicción al presentar el “argumento de la conciencia”[4]: esta exposición parte del subjetivismo moral, tan popular hoy en día, sin suponer la existencia del objetivismo moral. Actualmente, las personas a menudo manifiestan creer que no hay obligaciones morales universalmente vinculantes y que todos debemos seguir nuestra propia conciencia privada. Pero esa sola admisión es una premisa suficiente para probar la existencia de Dios.

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“¿No es sorprendente”, arguyen nuestros autores, “que ni siquiera el subjetivista más consistente, crea que es bueno para alguien desobedecer deliberadamente y con conocimiento su propia conciencia?” Incluso si las conciencias de diferentes personas les dictan que realicen o eviten cosas totalmente diferentes, sigue habiendo un absoluto moral para todos: nunca desobedecer la propia conciencia. Ahora bien, ¿dónde obtuvo la conciencia una autoridad tan absoluta, admitida incluso por el subjetivista moral y el relativista?

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Sólo hay cuatro posibilidades, continúan Kreeft y Tacelli: (1) de algo menor a mí (la naturaleza); (2) de mí mismo (mi yo individual); (3) de otros iguales a mí (la sociedad); o (4) de algo por encima de mí (Dios).

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1. De mi naturaleza: ¿cómo podría aceptar estar absolutamente obligado por algo menor a mí, por ejemplo, por instinto animal o necesidad práctica de supervivencia material?

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2. De mi yo individual: ¿cómo puedo obligarme a mí mismo absolutamente? ¿Soy absoluto? ¿Tengo derecho a exigir la obediencia absoluta de alguien, incluso de mí mismo? Si soy yo quien se encerró en esta prisión de obligación, también puedo salir, destruyendo así el carácter absoluto de la obligación de la que partimos como premisa.

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3. De la sociedad: ¿cómo puede la sociedad obligarme? ¿Qué derecho tienen mis iguales para imponerme sus valores? ¿La cantidad hace calidad? ¿Un millón de seres humanos convierten algo relativo en un absoluto? ¿Es la “sociedad” Dios?

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4. Dios: La única fuente de obligación moral absoluta que queda es algo superior a mí. Él tendría derecho de exigir moralmente a mi voluntad, con demandas legítimas. Por esto, Dios aparece como la única fuente y fundamento adecuados para la absoluta obligación moral de obedecer nuestra conciencia que todos experimentamos. La conciencia se puede explicar así sólo como la voz de Dios en el alma humana.

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-o-

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Como consecuencia de la ideología relativista, los principios morales quedan al servicio de la conveniencia del poder de turno, y pueden ser derogados si se lo juzga conveniente, sea mediante consenso social o imposición estatal. En contraste, la fe cristiana reivindica una dignidad irreductible en el ser humano. Ésta no depende de los vaivenes de la historia humana, pues la persona es imagen de Dios, querida y sostenida por Él. Fyodor Dostoieski (†1881) pone en boca de Iván Karamazov en su novela Los hermanos Karamazov una serie de discursos que se ha resumido con la célebre expresión (no literal): “Si Dios no existe, todo está permitido”.

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¿Es Dios la “idealización de nuestros valores morales”?

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Entre otros pensadores, el filósofo ateo Ludwig Feuerbach (†1872) afirmaba que Dios es una proyección ilusoria de valores que el hombre, en cambio, debe redescubrir dentro de sí mismo. Sin embargo, puede ponerse el contraejemplo de la Grecia clásica: esta sociedad creía mayoritariamente en los dioses del Olimpo, y sin embargo éstos representaban una proyección de muchas depravaciones e inmoralidades de los propios griegos.

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Ciertamente, los teístas consideran que realidades como la bondad, la santidad o la libertad son poseídos en grado sumo por Dios; por eso, Él es un ideal a seguir. Pero esto no implica de suyo que Él sea una simple proyección humana. De modo análogo, ¡ansiar y buscar un manantial de agua para apagar mi sed no significa que esa vertiente no exista!

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¿Valores morales por evolución?

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Ante todo, si excluyéramos a Dios de nuestras vidas, la moralidad sería un derivado espurio de la evolución sociobiológica. Actos aberrantes como la violación podrían comenzar a considerarse “beneficiosos” para la supervivencia de la especie o hasta para el mero “alivio” de las pulsiones instintivas. Algo similar podría caber para la práctica de eutanasia a una variedad de personas: bebés con “imperfecciones” genéticas o adultos “no productivos” con discapacidades o enfermedades, a fin de conservar la supuesta “pureza” de una raza. Podrían también encontrarse excusas para otras abominaciones como la pedofilia o la trata de personas. No hace falta abundar en la lista de horrores que el hombre es capaz de cometer, apoyado en una justificación en nombre de alguna presunta conveniencia evolutiva.

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Tomando el calificativo de Marx de la religión como “el opio de los pueblos”, el premio Nobel de literatura Czeslaw Milosz (†2004) señaló con ironía que, sin una moral objetiva, es el mismo ateísmo el que se vuelve verdadero opio: un no creyente se vería tentado a escoger una vida alienada de todo valor ético, anestesiando su conciencia en la ilusión de que no habrá consecuencias últimas para sus acciones, no importa cuán egoístas o inmorales éstas fueren[5].

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Por otro lado, si la moral surgió por un mecanismo de “conveniencia evolutiva” que hace primar el éxito de la especie, ¿cómo explicar la extendida conciencia ética de los pueblos de promover el respeto al más débil y vulnerable? ¿No es esto anti-evolutivo, al contradecir la ley de la supervivencia del más fuerte?

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¿Fundar una moral sin Dios?

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Los dos grandes referentes del ateísmo “clásico” F. Nietzsche (†1900) y J. P. Sartre (†1980), al rechazar la existencia de Dios, sostenían la imposibilidad de fundar una moral objetiva.

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En cambio, los “nuevos ateos” como Sam Harris y R. Dawkins buscan, precisamente, fundar moral sin Dios. Como señala John Lennox[6], a partir de las obras del biólogo Marc Hauser[7], Dawkins argumenta que este hallazgo evidencia que no necesitamos a Dios para llevar una conducta buena. Paradójicamente, la enseñanza bíblica acerca de la creación del hombre como ser ético respalda la dimensión innata de la moralidad postulada por Hauser, pero sin respaldar sus conclusiones ateas. C. S. Lewis en su obra “La abolición del hombre” ya había presentado la tesis de que el núcleo común de la conducta moral en los grupos étnicos más dispares apoya la existencia de Dios.

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Si prescindimos de Dios, resulta muy difícil por cierto encontrar en la misma naturaleza una base para la moralidad. Einstein afirmaba que no puede ésta residir en la ciencia: “Todo intento de reducir la ética a fórmulas científicas debe fracasar”[8]. Richard Feynman, también físico ganador del premio Nobel, compartía este punto de vista: “Los valores éticos se encuentran fuera del ámbito científico”[9]. El mismo Dawkins había sostenido esto en su obra "El Capellán del diablo": “Resulta bastante difícil defender la moral absoluta sobre una base que no sea la religiosa”. En concreto, “...la ciencia no dispone de métodos para decidir qué es ético”[10].

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En su libro “The Moral Landscape: How Science Can Determine Human Values”, Sam Harris pretende que pueden determinarse científicamente estos valores, observando cuáles maximizan el bien y minimizan el mal para la mayor cantidad de personas. Lennox analiza detenidamente estos argumentos, señalando que, contra las propias tesis de Harris, éstos son de carácter filosófico y meta-científico[11].

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3) Premisas para la existencia de Dios a partir de la moralidad

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Presentemos las premisas que propone W. Craig para postular la existencia de Dios a partir de la evidencia del sentido de la moral en toda conciencia humana[12]. Estas premisas siguen una lógica similar al siguiente silogismo:

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1. Si no existiera la Luna, las mareas no existirían. 2. Existen las mareas. 3. Por lo tanto, la Luna existe.

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De un modo análogo, afirmamos:

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1. Si Dios no existiera, los deberes y valores morales objetivos no existirían.

2. Los deberes y valores morales objetivos existen.

3. Por lo tanto, Dios existe.

 

Para la demostración de estas proposiciones, debemos profundizar sobre la universal experiencia del sentido del bien que todos poseemos en el fondo de nuestras conciencias.

Al descubrirnos sublevados por tantos atropellos e injusticias, y, aun cuando algunos lo nieguen con sus palabras, advertimos un “deber ser” que está siendo rechazado y pisoteado. Esta experiencia, incuestionable y primordial, es tan fuerte que incluso domina a las impresiones de nuestros cinco sentidos. En efecto, lo que primero nos surge cuando somos testigos de alguna situación de injusticia (y aun cuando nosotros mismos no corramos peligro) no son asépticos datos sensoriales sino una apremiante indignación moral. Si viéramos cometer un horrendo crimen, sospecharíamos antes de nuestros sentidos que de la realidad de lo que percibimos; tal es nuestra profunda aversión ante semejante escena. Este sentimiento se profundizaría si viéramos sufrir a un ser querido… y se transformaría en una violenta ira si no se tratara de un accidente sino de un acto intencional de manos de un criminal. A quien afirme que la moral es una mera convención social habría que preguntarle (suponiendo que se trate de una persona que esa misma sociedad considerara “razonable”) cómo reaccionaría si un vecino desubicado ofendiera a su hija… o, incluso, transportándolo a otra cultura y otro tiempo, qué sentimientos experimentaría al leer cómo en el siglo XVI los portugueses vendían a los esclavos que ellos mismos raptaban en África natal.

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En unos de los episodios de la película “I mostri” (Los monstruos, 1963) de Dino Risi, se plantea una situación de humor negro: un matrimonio está en un cine, contemplando una dramática escena de una película sobre la Segunda Guerra Mundial donde un niño es ametrallado por los guardias nazis al tratar de huir de un grupo de prisioneros, los cuales luego son fusilados contra un paredón. El esposo comenta, impasible, que le gustaría una pared así para su casa… La eficacia humorística y grotesca de la secuencia reside en que reconocemos el comportamiento execrable de este personaje, y que intuimos que, antes que su sentido estético, debería haber primado su inmediata compasión ante ese drama.

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En este sentido, es una prueba de la presencia de esta ley moral en nuestra conciencia el hecho de que a veces actuamos en contra del mero impulso evolutivo de supervivencia: así, cuando elegimos seguir la inclinación de la misericordia y asistimos a un prójimo desconocido en medio de un terremoto, en lugar de ceder del fuerte primordial de huir. Incluso si se tratara de explicar esta reacción como una especie de “instinto de rebaño”, deberíamos explicar cómo éste logra imponerse ante el más instinto más fuerte y básico de autoconservación. Como afirma C. S. Lewis, hay en nosotros una tercera instancia que juzga y decide cuál instinto debe prevalecer sobre el otro “del mismo modo que lo que nos dice cuál nota debe ser pulsada más vigorosamente en un piano, no puede ser en sí mismo dicha nota”[13].

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Más adelante Lewis recuerda que, cuando él era ateo su “argumento en contra de Dios era que el universo parecía tan injusto y cruel”. Pero no estaba conforme con su conclusión: “¿cómo había yo adquirido esta idea de lo que era justo y lo que era injusto? Un hombre no dice que una línea está torcida a menos que tenga una idea de lo que es una línea recta. ¿Con qué estaba yo comparando este universo cuando lo llamaba injusto? (…) en el acto mismo de intentar demostrar que Dios no existía —en otras palabras, que toda la realidad carecía de sentido — descubrí que me veía forzado a asumir que una parte de la realidad — específicamente mi idea de la justicia— estaba llena de sentido. (…) Si todo el universo carece de significado, jamás nos daremos cuenta de que carece de significado, del mismo modo que, si no hubiera luz en el universo, y por lo tanto ninguna criatura tuviese ojos, jamás sabríamos que el universo está a oscuras. La palabra oscuridad no tendría significado”[14].

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En conclusión: aunque podemos silenciarlo o disimularlo para satisfacer nuestro egoísmo, en el fondo de nuestra conciencia sigue palpitando un mandato de practicar el bien. Éste sigue urgiéndonos a una conducta moral, aun cuando vaya en contra de nuestros intereses particulares. Incluso este sentimiento se vuelve más visceral cuando vemos vulnerados estos valores... Se impone así la evidencia de la objetividad de la moral, y de la existencia de Dios como el “estándar” supremo del bien ante el cual comparar el grado ético de nuestros actos. San Pablo lo expresó con lucidez:

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Cuando los paganos, que no tienen la Ley, guiados por la naturaleza, cumplen las prescripciones de la Ley (…) demuestran que lo que ordena la Ley está inscrito en sus corazones. Así lo prueba el testimonio de su propia conciencia, que unas veces los acusa y otras, los disculpa…” (Rom 2,14s).

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Así pues, si Dios no actuara en nuestra existencia de hijos creados a Su Imagen, no habría un bien absoluto que se nos impusiera como mandamiento a cumplir, aun a costa de sufrimientos o incluso de nuestras vidas. Por eso, incluso los no creyentes que llevan una vida ética, lo hacen en virtud de esta presencia anónima de Dios en ellos[15]. Sin esta acción divina, no nos sería posible, ni tan siquiera deseable, perseverar en el bien… y no podríamos rebelarnos ante el mal. Aparece aquí el tema de nuestro siguiente apartado.

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 La presencia de la conciencia ética en el ser humano no es reductible

a razones evolutivas, sociales o subjetivas, y aluden a Dios como su fuente.

 

 

[1] Volveremos sobre esta vía más adelante.

[2] Boa, K. y Bowman, R., Op. Cit., p. 176.

[3] Horn, T., Answering Atheism. How to Make the Case, Ed. electrónica, 2013, pos 51-52%.

[4] Kreeft, P. y Tacelli, R., Op. Cit, p. 24-26.

[5] Cit. en Lennox, J., Disparando contra Dios, Barcelona, 2016, p. 43.

[6] Ibid., p. 96-97.

[7] Éste afirma que la moralidad está tan arraigada en la naturaleza humana como su lenguaje, y no existe una diferencia significativa en la forma en que personas de diferentes creencias reaccionan ante dilemas morales.

[8] Cit. en Ibid., p. 96.

[9] Cit. en id.

[10] Cit. en id. Dawkins habría cambiado recientemente de opinión sobre este asunto después de leer la referida obra de Harris.

[11] Lennox, J., Op. Cit., p. 99s.

[12] Craig, W., Op. Cit., pos 45%s.

[13] Lewis, C. S., Mero Cristianismo, Madrid, 2009, p. 25.

[14] Ibid., p. 31-32.

[15] En lenguaje teológico ésta es llamada “gracia actual” (Cf. Bollini, C., El Acontecimiento de Dios, p. 263s).

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