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1. Introducción a los argumentos en favor de la existencia de Dios

 

1) Rasgos básicos de la posición de los no creyentes

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Es natural tener nuestro propio esquema mental acerca de la realidad que nos rodea, con prejuicios, ignorancias y contradicciones. El problema surge cuando, desde esta visión estrecha de la realidad, a menudo contaminada con falsas imágenes o datos sesgados, pretendemos dictaminar acerca de la totalidad de lo que existe. Esta actitud desemboca, con frecuencia, en una posición atea. Yendo más allá de la postura más humilde del agnosticismo, saltamos de la ausencia de evidencia de Dios que deducen los agnósticos a una afirmación lisa y llana de la evidencia de su ausencia.

 

Es cierto que a muchos de los artículos fundamentales de la fe cristiana no puede llegarse por la razón (Encarnación, resurrección, Trinidad). Sin embargo, es esencial remarcar que, por la característica de razonabilidad de la fe cristiana, todos los argumentos en contra de la fe pueden ser refutados recurriendo a ella, dado que siempre son expresados desde la sola razón[1].

 

No puedo extenderme aquí en el tema de las objeciones racionalistas y relativistas[2]; limitémonos a apuntar brevemente un par de ideas típicas, para entender mejor la raíz de algunos de los planteos más usuales de nuestro eventual oyente:

 

a) Concepción estrecha de la realidad: desde esta reivindicación casi omnipotente de la capacidad de dictaminar acerca de la totalidad de lo real, circunscribo ésta al mundo perceptible por mis sentidos o el mundo representable por mi mente. Esto se traduce respectivamente en dos típicas visiones deformadas de lo que nos rodea:

 

Mentalidad racionalista: lo que mi mente concibe es la única realidad. Su consigna es “sólo existe lo que puedo pensar y definir”. Por lo tanto, si no puedo concebir o demostrar a Dios, Él no existe.

 

Mentalidad empirista: lo que mis sentidos experimentan es la única realidad. Su consigna es “si no lo veo, no lo creo”. Por lo tanto, si no puedo percibir o registrar a Dios, Él no existe.

 

En esta misma línea de argumentación, G. K. Chesterton (†1936) afirmó que “el ateísmo es el más atrevido de los dogmas, porque es la es la afirmación de un negativo universal”[3]. Veamos el significado de su aserto: mediante un acto de generosidad sobreabundante y gratuita, Dios dispuso libremente que existiesen creaturas. De este modo, además de Dios (realidad increada), comenzó a existir una realidad creada. Chesterton, maestro de las paradojas, asegura aquí que los ateos (especialmente en la vertiente cientificista) pretenden hacer una afirmación que engloba la totalidad de la realidad, cuando sólo están refiriendo la realidad creada (el cosmos). Es en este sentido que califica al ateísmo como “el más atrevido de los dogmas”, pues éste reclama una suerte de omnisciencia para captar la totalidad de lo real, para entonces dictaminar negativamente acerca de la existencia de Dios[4].

 

Peter Kreeft acota al respecto que el escéptico, en nombre del pensamiento crítico, nunca ejerce su escepticismo respecto de su propia posición: “¿Cómo es que, la crítica que dice que la encarnación es imposible, sabe tanto que puede decirle a Dios lo que él puede o no puede hacer? El escéptico debería ser más escéptico de sí mismo y menos escéptico de Dios”[5].

 

b) Prejuicios y desinformaciones: estas dos concepciones son fuentes de malentendidos respecto de Dios, al considerarlo como enemigo de una existencia auténticamente humana[6]:

 

• Sin Dios, logro una vida racional, a salvo de supersticiones.

• Sin Dios, alcanzo la plena libertad, sin una religión que me esclavice.

 

Amén de los argumentos racionales que iré exponiendo, permítaseme como excepción replicar desde la fe a estas objeciones. Creo que estas puntualizaciones pueden ser útiles, pues pueden surgir en un diálogo apologético:

 

• Existe una radical diferencia entre superstición y religión: la primera se basa en un intento de calmar el terror y la ignorancia primitivos que despiertan en el hombre las fuerzas de la naturaleza; la segunda, surge de una experiencia de asombro y confianza ante un encuentro con el Absolutamente Otro, infinitamente diferente al mundo. Asimismo, la fe cristiana nunca contradice la razón, sino que la supera. La razón es como el trampolín que la fe necesita para que su salto no sea ciego[7]. Debe, por eso, quedar claro que “si la fe y la razón son incompatibles, entonces la apología es imposible”[8].

 

• Lejos de anular la libertad humana, Dios es el único que la hace inalienable por poder humano alguno. Más allá de las circunstancias históricas y del poder dominante, el libre albedrío se funda en este don irrevocable de Dios al hombre al crearlo. El ser humano alcanza la plenitud de su libertad cuando la arraiga en su fuente originaria: el infinito dinamismo de amor y verdad entre las Tres Personas en el seno de la Trinidad.

 

2) Características de los argumentos en favor de la existencia de Dios

 

Refutar las cosmovisiones y las filosofías de la vida no teístas no prueba necesariamente el teísmo. Los apologistas clásicos, por lo tanto, ofrecen una variedad de argumentos en apoyo del teísmo. La complejidad del conocimiento religioso, y el hecho de que se trata de una realidad trascendente, hace que probar la existencia de Dios sea una tarea bastante compleja.

 

Existe un considerable desacuerdo entre los apologistas sobre el valor y la relevancia de las diversas pruebas teístas. La crítica de Immanuel Kant a las demostraciones tradicionales continúa ejerciendo influencia en muchos filósofos y teólogos, los cuales ya no consideran incuestionables los argumentos tradicionales de la existencia de Dios. Los apologistas clásicos, al tiempo que defienden la validez de la mayoría de las pruebas teístas tradicionales, generalmente son más cautelosos a la hora de estimar cuán convincentes son. Creen que los argumentos en favor de la existencia de Dios pueden mostrar que es razonable creer en Dios, aunque no sean persuasivos en todos los casos[9].

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Como contrapartida, es falaz el argumento de que, dado que el cristiano cree que la Biblia es palabra de Dios y en ella se declara que Dios existe, se cae en un argumento obviamente circular. Se suele expresar el argumento de la siguiente manera: “la Biblia dice que Dios existe, y la Biblia es la palabra inspirada de Dios. Por lo tanto, lo que se dice debe ser verdadero, y [por lo tanto] Dios existe”. Por lo tanto, se asume la existencia de lo que estamos tratando de probar.

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Es ésta la falacia del “hombre de paja”. No se afirma que la Biblia demuestra la existencia de Dios. Las Escrituras manifiestan que Dios existe, actúa y se da a conocer. Por un acto de fe (basado en signos de credibilidad que halla en la misma Biblia), el creyente acepta que la Biblia es Palabra de Dios. No se trata de una afirmación circular ni de una petición de principio[10].

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Según el Magisterio de la Iglesia, no todas las doctrinas de fe pueden ser probadas por la razón[11], aunque la existencia de un Dios Creador y Providente puede ser discernida por ella[12]. Cuestiones como “¿Pueden las cosas de la naturaleza explicar su existencia, su cambio y su finalidad? ¿Cómo surgió el universo? ¿Está el universo «ajustado» para la vida? ¿Podríamos ser buenos si Dios no existiese? ¿Contradice el sufrimiento a Dios?” pueden ser, como veremos, planteadas y resueltas satisfactoriamente vía el razonamiento.

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Veremos, pues, argumentos “convergentes y convincentes”, capaces de producir en nosotros “verdaderas certezas”[13], por su poder conjunto. Si cada uno de ellos es persuasivo por sí mismo, tomados en su totalidad tiene un gran efecto sinérgico[14].

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El detective criminalista J. Warner Wallace es un ateo convertido al cristianismo en 1996, después de investigar los Evangelios tratándolos como “testigos oculares” de la vida de Jesús. Autor de algunos libros de apología, en su reciente artículo “Sí, la Cosmovisión Cristiana es apoyada por la evidencia”[15] toma la observación de Richard Dawkins acerca de que la fe es una “excusa para evadir la necesidad de pensar y evaluar las pruebas”, para reflexionar acerca de los tipos de evidencias. Explica que hay dos categorías de evidencia:

 

1) la evidencia directa, es decir, lo que registra un testigo ocular; y 2) la evidencia indirecta o circunstancial.

 

En un proceso judicial, los hechos pueden ser probados por evidencia directa, circunstancial o por una combinación de ambos. Las pruebas circunstanciales no prueban directamente el hecho en cuestión, sino otros hechos de los que se puede deducir la cuestión a probar. Así, para probar que afuera del Tribunal está lloviendo, una evidencia directa se da para alguien que ve que estaba lloviendo antes de entrar; una evidencia indirecta la aporta un testigo que alega, por ejemplo, que vio llover, o, incluso, que contempló a alguien entrar con un impermeable cubierto con gotas de agua. Wallace apunta que la gran mayoría de los casos judiciales en EE. UU. Se basan principalmente en pruebas indirectas; ni siquiera sus casos más complejos han sido beneficiados decisivamente por las pruebas directas. Cuando no existe un testigo ocular que pueda identificar a un sospechoso, se debe construir el caso de forma acumulativa todas las pruebas indirectas que se poseen. Lejos de la forma despectiva en que el común de la gente suele juzgar las pruebas circunstanciales, Wallace confiesa que éstos son los que más le atraen: los testigos a veces mienten, en cambio, las pruebas indirectas nunca lo hacen.

 

Esta distinción es útil para defender la verdad del cristianismo. Por ejemplo, los Evangelios son relatos de testigos oculares; ellos aportan pruebas directas. Ahora bien, explica Wallace, “como todos los buenos casos probatorios, el caso del cristianismo es un caso acumulativo construido con evidencia directa e indirecta”. Podemos evaluar indirectamente las afirmaciones de los Evangelios examinando las pruebas internas del lenguaje, el uso del pronombre y las descripciones de la geografía, la cultura y la política. También podemos evaluar la evidencia de la arqueología y las primeras referencias reticentes ofrecidas por los no cristianos y los creyentes judíos. Además, podemos evaluar indirectamente la datación temprana de los Evangelios y trazar su transmisión con la evidencia que encontramos en los escritos de los primeros Padres de la Iglesia. Volveré a todas estas cuestiones más adelante.

 

Incluyo estas observaciones de Wallace pues, desde su perspectiva de investigador criminalista, procuran enfatizar que hay cuestiones para las cuales las evidencias científicas no son excluyentes. Desde una perspectiva más amplia: no es adecuado aplicar métodos propios de las ciencias exactas a cuestiones en que entran en juego factores humanos como la libertad, la finitud, la miseria y virtud y el juicio y decisión humanos. Cuando entramos al ámbito de los argumentos en favor de la existencia de Dios no estamos tratando de resolver una ecuación matemática ni analizar una muestra de un portaobjetos bajo un microscopio.

 

Así, cuando nuevos ateos como Dawkins y Harris demandan “evidencia científica”, acusando a los cristianos de creer en algo para lo cual no hay apoyo de ninguna evidencia, “simplemente traicionan su ignorancia sobre la naturaleza de las pruebas y la forma en que los detectives y los fiscales construyen casos”. Conocidas series de televisión como las diferentes “CSI”, advierte Wallace, “han dado falsamente al público en general la idea de que debemos tener pruebas científicas y forenses (como ADN, serología, huellas dactilares o evidencia científica, material) para hacer un caso convincente. Nada más lejos de la verdad. En mis casos sin resolver, rara vez he tenido este tipo de evidencia (…) A veces la declaración o acción más simple puede ser la clave para condenar a un sospechoso. (…) Todo tiene el potencial de ser usado como evidencia”. A falta de una evidencia científica directa, cabe perfectamente usar este tipo de pruebas, que no deben ser menoscabadas.

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Los argumentos apologéticos proporcionan certezas racionales,

mas no evidencias científicas; éstas, por su naturaleza,

no pertenecen al ámbito de lo palpable y medible.

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-o-

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Veamos cómo el Catecismo de la Iglesia Católica se refiere a este tipo de demostraciones: “Creado a imagen de Dios, llamado a conocer y amar a Dios, el hombre que busca a Dios descubre ciertas «vías» para acceder al conocimiento de Dios. Se las llama también «pruebas de la existencia de Dios», no en el sentido de las pruebas propias de las ciencias naturales, sino en el sentido de «argumentos convergentes y convincentes» que permiten llegar a verdaderas certezas. Estas «vías» para acercarse a Dios tienen como punto de partida la creación: el mundo material y la persona humana”[16].

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Notemos que el Catecismo habla aquí de certezas, no de evidencias: no pretendamos obtener de estas premisas una demostración científica que nos satisfaga plenamente y nos excuse para seguir ahondando en el misterio de la fe. Cierto es que con estas pruebas podemos alcanzar la certeza de la existencia de un Dios Creador y Providente, pero jamás saciarán nuestro deseo de conocer la misma esencia del Dios Trino, que permanecerá velada hasta nuestro encuentro Cara a Cara con Él.

 

Asimismo, Dios no se manifiesta a nuestros sentidos como la silla en que estamos sentados ni a nuestra razón, como la sencilla operación matemática 2 + 2 = 4. La silla y el número 4 se imponen respectivamente a nuestros sentidos y a nuestra razón, sin la posibilidad de que podamos negarlos. En cambio, los argumentos para la existencia de Dios muestran que es coherente y razonable creer en el Dios de Jesucristo. Pero en algún momento debemos poner en juego nuestra libertad y realizar el salto del acto de fe hacia Él.

 

Recomendamos en este punto la lectura del artículo "¿Por qué Dios se percibe tan oculto?: Una defensa del ocultamiento divino” (“Why Does God Feel So Hidden?: A Defense of Divine Hiddenness”)[17] que refuta el siguiente argumento ateísta: 1) Si Dios existiese, sería obvio para nosotros que Él existe. 2) No es obvio para nosotros que Dios exista. 3) Por lo tanto, Dios no existe.

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Estamos incursionando en un Misterio Personal; pisamos los umbrales de un dinamismo infinito de amor y de libertad. Pero antes de ese acto de confianza en ese Otro que me sostiene y funda, podemos descubrir cuán razonable es dar este salto hacia sus brazos.

 

3) Los argumentos propiamente dichos

 

Ahora bien, aclarado este punto, debe puntualizarse que existe una gran variedad de argumentos que filósofos y teólogos han planteado a lo largo de la historia para “probar” de modo coherente la existencia de Dios. Son célebres las “5 vías” para la demostración de la existencia de Dios que Santo Tomás de Aquino (†1274) desarrolló en su “Suma Teológica”, como así también el camino a Dios propuesto por su amigo San Buenaventura (†1274). Dos siglos antes, también San Anselmo de Canterbury (†1109) había aportado su “Argumento Ontológico” que parte del concepto mismo de Dios[18]. Posteriormente, grandes pensadores como René Descartes (†1650) y Gottfried Leibniz (†1716) también propusieron los suyos propios[19].

 

El Catecismo de la Iglesia Católica cita dos vías principales (desde la creación y desde el hombre). Son las dos alternativas a las que una extensa serie de pensadores ha recurrido para arribar al conocimiento de este Dios Creador y Providente. Incluso Immanuel Kant (†1804), a pesar de su escepticismo gnoseológico respecto de las pruebas tradicionales de la existencia de Dios, no podía dejar de reconocer esa misma idea: “Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí…”[20].

 

Tomaremos dos grandes vías que hoy en día son las más empleadas en la apología cristiana: los argumentos a partir de la existencia y estructura del cosmos y el de la moralidad humana.

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[1] Kreeft, P. y Tacelli, R., Op. Cit, p. 18. Asimismo, acotan oportunamente los autores, “tampoco estamos afirmando que una persona determinada pueda refutarlos. La razón es impecable, de jure, pero los razonadores no lo son, de facto”.

[2] Véase más en mi librito “Las Caricaturas de la Fe”, Buenos Aires, 2008.

[3] Debate entre G. B. Shaw y G.K. Chesterton con Hilaire Belloc, 1929.

[4] Nótese que estamos hablando aquí en el lenguaje de las comparaciones. Dios no puede ser reducido a una categoría subsumida en otra mayor: “lo real”. No podemos poner bajo un término común aquello que es infinitamente distinto entre sí, sin puntualizar que entramos en el terreno de las analogías, diferente del discurso lógico-matemático.

[5] Kreeft, P. y Tacelli, R., Op. Cit., p., 61.

[6] Cf. las objeciones de L. Feuerbach, K. Marx o J. P. Sartre y sus réplicas desde la fe cristiana: Bollini, C., Op. Cit., p. 73, 77-78.

[7] Cf. Bollini, C., Op. Cit., II, 4, a, 3.

[8] Kreeft, P. y Tacelli, R., Op. Cit, p. 12.

[9] Boa, K. y Bowman, R., Op. Cit., p. 172.

[10] Ibid., p. 98s.

[11] Concilio Vaticano II, Constitución Dei Verbum, n. 6.

[12] Concilio Vaticano I, Constitución Dei Filius, Cap. II.

[13] Catecismo de la Iglesia Católica (CIC), n. 31.

[14] Ver la Conclusión de la parte de los argumentos sobre la fe en Jesús.

[15] https://crossexamined.org/si-la-cosmovision-cristiana-es-apoyada-por-la-evidencia.

[16] CIC 31.

[17] https://cogentchristianity.com/2018/08/06/why-does-god-feel-so-hidden-a-defense-of-divine-hiddenness.

[18] Este argumento parte de la idea misma de Dios como “aquello de lo que no puede pensarse nada mayor”. Pero, argumenta San Anselmo, si Dios no existiera, podría pensarse algo mayor que Él, a saber, un ser con existencia real. De modo que, concluye, Dios es el único ser en cuya idea está necesariamente incluida su existencia (Proslogion, Cap. II). Ese argumento fue objetado por el mismo Santo Tomás, aduciendo que transpone ilegítimamente el orden lógico del pensamiento hacia el orden real de la existencia (Cf. Suma Teológica –en adelante STh– I q 2 a 1); la tradición filosófica cristiana, salvo algunas excepciones, no suele considerarlo del mismo poder probatorio que las vías tomistas.

[19] Para una historia panorámica de los argumentos en favor de la existencia de Dios: Levering, M., Proofs of God. Classical Arguments from Tertullian to Barth, Michigan, 2016.

[20] Kant, I., Crítica a la razón práctica, Conclusión.

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