top of page

¿Resucitó en verdad de entre los muertos?

Las bases de la fe en su resurrección

​

1) Introducción

​

En la sección anterior hemos procurado demostrar que los asertos centrales del cristianismo son inauditos y que, por tanto, no han sido plagiados de ninguna religión previa. De entre estos principios cardinales, la resurrección de Jesús es sin duda el mensaje que cimienta todo el edificio de la fe.

​

Ahora bien, su originalidad no prueba necesariamente su autenticidad… Y ha sido, precisamente, la veracidad de este suceso lo que ha sido más cuestionado por escépticos y racionalistas.

​

Ya desde fines del siglo XVIII ha venido desarrollándose una exégesis racionalista de los relatos evangélicos. Las primeras interpretaciones materialistas fueron propuestas por Hermann Reimarus (†1768), Friedrich Schleiermacher (†1834) y David Strauss (†1874), los cuales tildaron al anuncio del sepulcro vacío y de las apariciones de Jesús como leyendas o engaños. Strauss subrayó que el cimiento de la fe pascual no descansa en el sepulcro vacío, que consideraba legendario, sino en ciertas “visiones subjetivas” de los discípulos. Atribuye el anuncio de la resurrección a una forma mítica de representación de los conflictos internos de los discípulos, tironeados entre su fe en el mesianismo de Jesús y el trágico final de su maestro. Por su parte, Rudolf Bultmann (†1976), uno de los exégetas radicales más célebres del siglo XX, sintetizó esta interpretación en su famosa fórmula “Jesús resucitó en el kerigma”. Propuso un programa de “desmitologización” del NT, es decir, la tarea de quitarle “residuos míticos”. En este sentido, contrapuso al “Jesús histórico” (desconocido) y el “Cristo de la fe” (“creado” por Iglesia primitiva).

​

Herederos de estas visiones, en años recientes ha cobrado notoriedad el mencionado “Seminario de Jesús”. Este reducido círculo de exégetas asume el prejuicio cientificista (que excluye a priori toda posibilidad de una acción divina). Así, empleando un método cuestionado por la mayoría de los eruditos bíblicos, concluye que los discípulos alteraron sus testimonios y que Jesús verdaderamente no resucitó. La fe pascual no habría sido suscitada por las apariciones del Resucitado; su génesis se debería al uso puramente simbólico de la palabra resurrección, que denotaría sólo el amor que los discípulos profesaban por Jesús.

​

Vittorio Messori en la ya citada obra “Dicen que ha resucitado” cita a su vez a Giuseppe Ricciotti en su “Vida de Jesucristo”[1]. Existe, afirma Ricciotti, una estrecha continuidad y unidad del relato de la vida de Jesús: “Los mismos documentos, los mismos testimonios históricos que han relatado la pasión y la muerte no se detienen ahí. Antes bien, con idéntica autoridad y con idéntico grado de información que antes, continúan narrando su resurrección y su otra vida. […Sin embargo], quienes no admiten la posibilidad de lo sobrenatural, rechazan sin más y por entero toda esta segunda parte del relato evangélico”. Respecto de su vida temporal, aceptan como posibles sus predicaciones o hechos, mientras que rechazan sus milagros. En cambio, al abordar su vida post-pascual, “no cabe seleccionar nada, pues en ella todo es sobrenatural y, en consecuencia, imposible”.

​

-o-

​

¿Cómo responder a estas objeciones? Presentaré a continuación un encuadre general del tema recurriendo a las reflexiones del historiador Jacques Perret. En los sucesivos apartados, detallaré las sólidas evidencias que los exégetas nos proporcionan para afirmar con confianza la resurrección corporal de Jesús; veremos también cómo este acontecimiento constituye el fundamento para el origen de la fe de los apóstoles; por último, examinaré la plausibilidad de algunas hipótesis alternativas, para luego contrastarlas con la “hipótesis de la resurrección”.

​

Antes de proseguir, aclararé que no cabe probar “científicamente” la resurrección, al modo de una férrea deducción lógica. Ciertamente, aconteció en un lugar y tiempos datables, y, en ese sentido, es propiamente histórica. Sin embargo, a su vez, trasciende el curso de los eventos naturales de la historia; se trata de un misterio sobrenatural y su realidad se acepta por la fe. Por eso, los argumentos que expondré no son demostraciones. Antes bien, indican que es razonable y coherente un acto de fe en la resurrección de Jesús.

​

-o-

​

A la par de las corrientes escépticas, ha surgido recientemente una vigorosa reafirmación por parte de una mayoría de eruditos y teólogos cristianos de la resurrección como un suceso real e histórico. Puede verse este énfasis en el Simposio “Resurrection Summit” en 1996 en New York (con exégetas como G. O'Collins, J. P. Meier y G. Theissen). Allí se criticó duramente al Seminario de Jesús, propugnando una sólida epistemología que ponga de relieve el valor histórico del sepulcro vacío y de las apariciones del Resucitado.

​

En sintonía con esta línea, Jacques Perret asegura que “cuando se rechaza la creencia en la resurrección de Jesús, no es por razones históricas. La historia, en lo que puede dar de sí, no sólo no contradice, sino que lleva a considerar como la más probable de entre todas las hipótesis que los evangelistas narren sustancialmente lo que realmente sucedió”[2].

​

Uno de los argumentos más utilizados para negar carácter objetivo a los relatos de la resurrección es que ésta no ha tenido testigos. En consecuencia, se objeta, no pertenecería al ámbito de las realidades sobre las que puede pronunciarse la historia. Pero Perret refuta esta objeción: si un judío de esa época que hubiese asistido a los funerales de Lázaro, lo encontrara luego en la calle: ¿no estaría obligado a reconocer que éste volvió a la vida? Aunque ignorase las circunstancias de este suceso, no estaría por ello menos convencido de esta reviviscencia. De modo similar, ante el milagro del ciego de nacimiento curado por Jesús (Jn 9, 8-9), nadie se preocuparía por saber si un testigo ocular estuvo presente en el preciso instante de su curación. El único problema sería saber si se trataba de la misma persona. Un caso análogo es el de Jesús Resucitado. Por ejemplo, en su aparición ante sus discípulos afirmó “Soy yo mismo” (Lc 24, 39).

​

Estas manifestaciones de Jesús Resucitado fueron perceptibles tanto para los incrédulos (Pablo y sus compañeros), como para los discípulos escépticos y abatidos (María Magdalena, los Once); e, incluso, lo fueron para los seguidores que seguían dudando luego de las anteriores apariciones (Mt 28,17). Esta diversidad de estados de ánimo muestra que estas manifestaciones no son el resultado de ciertas disposiciones interiores; como cualquier fenómeno del mundo, se impusieron al testigo desde fuera. Ya nos referiremos con mayor extensión a estos argumentos.

​

También es común la objeción de que los testigos de la aparición del Resucitado no son creíbles porque éstos eran creyentes, y, por lo tanto, sus alegatos eran parciales. Pero la cuestión está mal planteada: precisamente, eran creyentes porque fueron testigos de la resurrección, no al revés.

​

Ahora bien, la discordancia más evidente entre los cuatro evangelistas es la del lugar de las apariciones, pues mientras Marcos y Mateo localizan los encuentros en Galilea, Lucas y Juan mencionan expresamente apariciones que han tenido lugar en Jerusalén, refiriendo así dos tradiciones: la “galilea” y la “jerosolimitana”. Pero los análisis exegéticos más serios muestran que ambas pueden complementarse con armonía[3].

​

Afirma Günther Bornkamm: “El mensaje de la Pascua es anterior a los relatos de la Pascua. Se anunció que el crucificado había resucitado, que era el Mesías, el Cristo Salvador. Esto era lo más importante. Sólo en una segunda etapa se intentó reconstruir el cómo”. Complementa Charles Harold Dodd: no puede minusvalorarse “el desconcierto de los testigos o la confusión de aquella Pascua y de los días siguientes. En estos testimonios que parecen inconexos -y que en buena medida lo son- la seguridad de haber visto, e incluso tocado, a Jesús vivo de nuevo, convive con el desorden, con el desbarajuste en los detalles, en una especie de obligado «desorden emotivo»”. Y completa John A. T. Robinson: “Las discrepancias en las narraciones pascuales son propias del género de las que podríamos encontrar en relatos verdaderos. Unos relatos más estructurados estarían mucho más armonizados y bastante más libres de contradicciones”.

​

Más adelante, Messori cita al especialista del canon neotestamentario Etienne Mangenot[4]: Querer compaginar los detalles de los relatos evangélicos de la resurrección y las apariciones no es posible. “Ninguno de estos intentos logra encajar cada detalle de las narraciones en el entramado de un relato único y continuo”. Pero esto no es sorprendente, pues hay una fragmentariedad “obligada” de los relatos, pues “tienen que dar testimonio de un suceso que nunca había sucedido antes y que nunca más sucederá”. No es tampoco casual que los evangelios sean cuatro y no uno sólo. En la tarea de anunciar este suceso único e irrepetible, cada uno de ellos responde a un plan y está dirigido a una determinada clase de oyentes. Lo importante es que, por encima de los procedimientos literarios empleados o de sus “opciones pastorales” de los cinco testimonios (los de los cuatro evangelistas y el de Pablo), todos estén de acuerdo en el hecho principal: Jesús ha vencido a la muerte.

​

Vamos a examinar ahora los hechos cruciales para que pueda considerarse la resurrección de Jesús como un verdadero hecho histórico. Esta evidencia es acumulativa, y posee un gran efecto sinérgico[5]. Supone el examen de cinco asuntos diferentes: a) la muerte de Jesús; b) la sepultura de Jesús; c) la tumba vacía; d) las apariciones post-mortem de Jesús y e) el origen de la fe de los discípulos en la resurrección.

​

Los dos primeros eventos son una condición de posibilidad para los tres restantes. Si se puede establecer que éstos últimos (tumba vacía, apariciones y origen de la fe pascual) carecen de una solución natural plausible, entonces es fundado concluir que la mejor explicación es que Jesús resucitó de entre los muertos[6].

​

2) Las evidencias de la resurrección[7]

​

a) La muerte de Jesús

​

Naturalmente, no pudo haber habido resurrección si realmente Jesús no murió en la cruz. Por tanto, es importante ante todo establecer este hecho como histórico.

​

Algunos especulan con que Jesús no murió realmente en la cruz, sino que simplemente se desmayó; después, cuando lo bajaron de la cruz, revivió con el aire fresco del sepulcro. Pero esta teoría no se sostiene. La cantidad de lesiones de Jesús garantizaba su muerte.

​

Antes de ser crucificado, lo habían azotado y puesto una corona de espinos encajada sobre la cabeza. Para los azotes, los romanos usaban un instrumento brutal llamado “flagrum”, un látigo con trozos de metal o huesos en los extremos, que desgarraba la carne humana de tal forma que, en ocasiones, la víctima moría durante los azotes. En el caso de Jesús, estaba tan débil como consecuencia de los latigazos que no fue capaz de cargar la cruz hasta el lugar de su ejecución (Mc 15,21 y par.). Al ser crucificado, le atravesaron ambos pies con un gran clavo al madero vertical de la Cruz, y con otros dos fijaron las muñecas al horizontal[8].

 

Se trataba de una práctica tremendamente cruel, porque el clavo que atravesaba los pies permitía que las piernas sirviesen como apoyo cuando la víctima luchaba por levantar su cuerpo a fin de respirar un poco mejor. Eso prolongaba la agonía, en ocasiones durante varios días.

​

Sin embargo, como se acercaba el reposo del Sábado y las autoridades judías no querían que los cadáveres permaneciesen en las cruces, pidieron permiso a Pilato para romperle las piernas a los crucificados, con lo cual la parte superior del cuerpo perdía su punto de apoyo, haciendo que la respiración se volviera muy difícil y acelerando su muerte (si ésta no se había producido aún). Pero, cuando los soldados intentaron quebrar las piernas de Jesús, constataron que ya había muerto. Los soldados romanos sabían cuándo un reo estaba muerto (Jn 19,33) y arriesgaban su propia vida si dejaban que éste sobreviviese antes de ser bajado de la cruz y pudiese así escapar. No obstante, presumiblemente para asegurarse doblemente de que Jesús estaba muerto, uno de los soldados le atravesó su costado con una lanza (Jn 19,34).

​

Su muerte incluso quedó registrada en varias fuentes antiguas no cristianas, como el historiador romano judío Josefo (†100 dC) y el senador e historiador del Imperio Romano Tácito (†117 dC). La evidencia de la muerte de Jesús es tan rotunda que hasta los estudiosos escépticos del Seminario de Jesús admiten que la crucifixión y muerte de Jesús son seguramente sucesos históricos.

​

b) La sepultura de Jesús

​

El relato en el que Pilato aceptó conceder a José de Arimatea su petición de recoger el cuerpo de Jesús, tiene todas las características de una historia auténtica. Teniendo en cuenta la oposición del Sanedrín contra Cristo y sus seguidores, era altamente improbable que esos mismos discípulos elucubrasen la noticia de un miembro del Sanedrín dispuesto a ponerse del lado de Jesús, garantizando que tuviese una sepultura honorable. Además, si la historia hubiese sido falsa, mencionar a una figura pública como José de Arimatea habría sido contraproducente, pues sus enemigos les habría sido muy fácil comprobar los detalles y refutar la versión.

​

Cuando, junto con Nicodemo, José de Arimatea sepultó a Jesús en una tumba situada en su huerto privado (Mt 27,60), cerca del lugar donde Jesús había sido crucificado (Jn 19,41-42), hubo testigos que vieron dónde estaba, como las mujeres galileas y las dos Marías. Esto evitaba confusiones acerca de la ubicación exacta del sepulcro.

​

c) La tumba vacía

​

Tanto las mujeres (que llegaron temprano el primer día de la semana para completar la tarea de cubrir el cadáver de Jesús con especias), como los apóstoles luego, encontraron la tumba vacía. Mediante esta narración, los primeros cristianos testificaban que el mismo Jesús, al que habían dado sepultura, había dejado la tumba vacía al resucitar. No se refiere aquí a una sustitución fantasmal de un cuerpo nuevo para Jesús, sino a su resurrección de su propio cuerpo.

​

El relato del descubrimiento de la tumba vacía es narrado por fuentes antiguas e independientes entre sí (Mc 16,1s; 1 Cor 15,3s, Hch 2,29s). Se destaca, en especial, la sobriedad del relato de Marcos: es una narración breve, sin profecías ni apariciones del Resucitado. Asimismo, los cuatro evangelios por igual refieren cómo la tumba vacía fue descubierta por mujeres, que no eran consideradas testigos creíbles en un juicio (¡ni siquiera los apóstoles les dieron en ese momento un valor probativo!). Surge también aquí el criterio de la vergüenza para certificar la veracidad de la narración.

​

Según el Evangelio de Mateo, las primeras personas en atestiguar ante otros que la tumba de Jesús estaba vacía no fueron las mujeres sino los guardias judíos ante las autoridades del Templo (Mt 28,4.11). En rápida reacción a esta constatación, éstas comenzaron a hacer circular por Jerusalén la historia de que los discípulos habían robado el cuerpo mientras los guardias dormían: “Digan que sus discípulos robaron su cuerpo durante la noche” (...) Esta versión se ha difundido entre los judíos hasta el día de hoy” (Mt 28,13-15).

​

Es improbable que este complot de la jerarquía fuera un mito tardío: el Evangelio de Mateo estaba dirigido a la comunidad judía y se publicó en la década de los setenta, cuando la noticia de la crucifixión y sepultura de Cristo ya habría circulado ampliamente por las sinagogas judías de esa parte de Oriente Medio. Mateo no se habría arriesgado a urdir semejante historia, pues estos destinatarios, de no haber tenido noticias de tales versiones, la habrían considerado una ficción reciente. Como propaganda contra Cristo, la difusión de este relato es una evidencia histórica confiable de que su tumba vacía era un hecho.

​

Ahora bien, conjeturar que los discípulos de Jesús robaron el cadáver es poco consistente: falla tanto moralmente (ellos no habrían mostrado tal falta de reverencia hacia el cuerpo de su maestro) como psicológicamente (no estaban esperando una resurrección de Jesús).

​

Si se hubiese tratado eventualmente de un ladrón de tumbas, ¿por qué no llevarse la fina sábana, posiblemente de lino (Mc 15, 46)? ¿Para qué enrollarla? Además, ¿cómo podría haber movido la piedra sin alertar con el ruido a los guardias apostados ante la tumba?

​

Por otro lado, si la tumba no hubiese estado vacía, las autoridades habrían procedido inmediatamente a exhibir el cuerpo de Jesús para demostrar que la resurrección proclamada era una farsa. Pero no hay ningún testimonio histórico de una disputa al respecto, sea en fuentes cristianas, judías o paganas. Por eso, la tumba de Jesús debió estar vacía cuando los discípulos comenzaron a predicar que Jesús había resucitado.

​

Por último, refiramos el sugestivo análisis filológico que hace Antonio Persili del pasaje joánico. Persili destaca el panorama insólito que debió presentar el sepulcro vacío, de suerte que llevó a Juan a creer de inmediato en la resurrección de Jesús (Jn 20,8). Proponiendo una esmerada traducción alternativa de Juan 20,5-7, este estudioso señala la forma enigmática en que estaba colocada la mortaja en la tumba: estaba dispuesta como si, de algún modo, el cuerpo de Jesús hubiese atravesado las vestiduras mortuorias, dejándolas exactamente donde se encontraban cuando él estuvo envuelto en ellas[9].

​

Se trata de un signo que Juan habría asumido en toda su hondura, abriéndolo al acontecimiento inaudito de la resurrección de Jesús: éste ahora era poseedor de un cuerpo material, pero que, a su vez, escapaba a las limitaciones del espacio y el tiempo. Esta condición única quedó atestiguada al final de su Evangelio. En dos versículos sucesivos, Juan conjuga la trascendencia y materialidad de este Jesús Glorioso: “Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús (…) Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado…” (Jn 20,20-21).

​

d) La realidad de las apariciones post mortem de Jesús

​

1) Introducción[10]

​

Los primeros cristianos no declararon simplemente que la tumba estaba vacía. Para ellos fue mucho más importante encontrarse posteriormente con el Cristo Resucitado, durante un período de cuarenta días que culminó con su ascensión. Lo vieron, hablaron con él, lo tocaron e, incluso, comieron con él. Fue ese acontecimiento lo que les dio la valentía para afrontar un mundo hostil con el mensaje del Evangelio.

​

Los críticos señalan que los Evangelios no parecen coincidir entre sí a la hora de narrar cómo sucedieron los hechos desde el amanecer del domingo y en los días subsiguientes. “Los relatos de las apariciones aparecen inconexos y desencajados como si por allí hubiera pasado un terremoto”, declara Karl Barth[11]. Hay un contraste entre el categórico anuncio pascual (“¡Jesús ha resucitado!”) y la serie de problemas históricos planteados por las narraciones pascuales.

​

Ante todo, debe advertirse que el mensaje de la Pascua es anterior a los relatos de la Pascua. Se proclamó, como cuestión central y casi excluyente, que el crucificado había resucitado, que era el Mesías, el Cristo Salvador. Sólo en una segunda etapa se intentó reconstruir históricamente cómo aconteció esta Pascua.

​

En este sentido, no ha de subestimarse el desconcierto y la confusión de los testigos en aquellos días decisivos. Si los relatos de aquellas horas parecen inconexos, es porque fueron proporcionados no por cronistas desapasionados sino por seguidores entusiasmados por la convicción de haber visto y tocado a Jesús vivo. Se trata de testimonios afectados por una especie de “desorden emotivo” en el que conviven la alegría desbordante y la falta de una organización en los detalles[12]. Las discrepancias en las diversas narraciones pascuales son las típicas que podríamos encontrar en relatos verdaderos: éstos distan tanto de la trama monolítica, repetida sin alteraciones, fruto de una connivencia entre testigos como de la falta total de coherencia mutua, imposible de conseguir a partir de una serie de invenciones individuales.

​

Respecto de los testimonios mismos, éstos cumplen las estrictas reglas para su aceptabilidad (enunciados por el filósofo escéptico David Hume[13]): 1) número y diversidad de los testigos; 2) coherencia del testimonio; 3) ausencia de distorsión interesada de los testigos (Pablo no era cristiano sino perseguidor; Tomás descreía del alegato de sus compañeros); 4) posterior actitud de los testigos (no se volvieron fanáticos, pero tampoco titubearon en su testimonio. Pablo mismo, después de su conversión, nunca más persiguió a nadie, ni pagano ni judío).

​

Además del hecho de que las mujeres fueron los primeros testigos (hecho que ya analizaremos), hay otro detalle llamativo: no hay evidencias de que al principio de la era cristiana hubiera un interés especial por la tumba de Cristo. Se esperaría que hubiese habido un deseo natural, particularmente de aquellas primeras mujeres cristianas, en venerarla. María Magdalena manifestó inicialmente esta intención cuando le pidió a quien pensaba que era el jardinero: “Dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré” (Jn 20,15). Sin embargo, ni María ni los demás volvieron a mostrar interés por el sepulcro. Esto se explica por el hecho de que habían visto a Jesús Resucitado. A partir de ese encuentro, ya no tenía sentido aferrarse a esa tumba como un espacio de devoción. No se venera un lugar así si se sabe que la persona vive.

​

La evidencia de estas apariciones del Jesús Resucitado es tan sólida que incluso académicos ateos como Gerard Lüdemann admiten que debe aceptarse como históricamente cierto que Pedro y los discípulos experimentaron apariciones de Jesús Resucitado (aunque para este autor estas manifestaciones consistieron sólo en “visiones”).

​

El libro de los Hechos de los apóstoles refiere repetidamente cómo tanto Pedro como Pablo proclamaron este acontecimiento como núcleo central de su mensaje: Durante Pentecostés en Jerusalén, en el primer anuncio público de la resurrección de Jesús, Pedro declaró: “A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos” (Hch 2,32). Pocos días después este apóstol lo repitió en la misma ciudad (Hch 3,11-21) y, posteriormente, en Cesarea, ante paganos (Hch 10,34-43). Pablo, por su parte, alegó en una sinagoga antioquena: “Lo bajaron de la cruz y lo pusieron en un sepulcro. Pero Dios lo levantó de entre los muertos; y por muchos días se apareció a los que habían subido con él de Galilea a Jerusalén, los cuales ahora son sus testigos ante el pueblo” (Hch 13,29s). Como veremos enseguida, Pablo resumirá estas verdades en el antiquísimo Credo de 1 Corintios 15.

​

2) La lista de testigos presenciales de Jesús Resucitado:

​

Las mujeres: Existe un nítido hilo conductor de los relatos pascuales de los cuatro evangelios: la presencia de las mujeres, que son señaladas unánimemente como las primeras en atestiguar la resurrección. Ellas ya habían permanecido hasta el último momento junto a la cruz; después, habían acompañado a José de Arimatea y Nicodemo a la sepultura. Se trata de María, madre de Jesús, María de Magdala, María de Cleofás, María, madre de Santiago el menor y José, Salomé, Juana y otras más.

​

No obstante, las mujeres estaban descalificadas como testigos confiables. El historiador judío Flavio Josefo (37-100) afirmaba sin eufemismos: “Los testimonios de mujeres no son válidos y no se les da crédito entre nosotros, por causa de la frivolidad y la desfachatez que caracterizan a este sexo”. En las Escrituras, a pesar de señalar desde el principio la igual dignidad de varón y mujer ante los ojos de Dios, ambos creados a su imagen (Gen 1,27), aparece reflejado el pobre estatus cultural femenino en la cultura judía: dice el libro de los Proverbios que ellas “son necias, alborotadas, todo simpleza” (Prov 9,13); Pablo mismo, a pesar de haber anunciado que, en Cristo ”ya no hay ni hombre ni mujer” (Gal 3,28), pedía que “las mujeres en las asambleas callen, pues no les está permitido hablar (...) Si desean aprender algo, pregunten en su casa a sus maridos, pues es indecoroso que la mujer hable en la asamblea” (2 Cor 14,34-35). El rabino Eliezer sentenciaba: “Más vale quemar toda la Escritura que entregarla a las mujeres”. Leemos en el evangelio gnóstico (no canónico) de Tomás que Pedro le dice a Jesús: “María no debe estar con nosotros porque las mujeres no merecen vivir”. Jesús (deformado e irreconocible por la doctrina doceta) le responde: “Yo la guiaré para que se convierta en un hombre, para que sea un espíritu vivo igual a los hombres. Porque sólo la mujer que se haga hombre entrará en el reino de los Cielos”.

​

No obstante, a pesar de esta carga negativa heredada culturalmente por los Evangelistas, éstos concuerdan en que fue María Magdalena (con otras mujeres o sola, dependiendo de los distintos relatos evangélicos) a quien primeramente se le apareció Jesús. En efecto, a la hora de ofrecer sus crónicas de la resurrección, cada Evangelio comienza situando a estas mujeres como protagonistas y testigos principales de las apariciones del Resucitado (Mt 28,1s; Mc 16,1s; Lc 24,1s; Jn 20,1s), aun cuando saben que están citando testimonios que eran juzgados social y jurídicamente improcedentes e inválidos por la propia tradición judía.

​

El relato de Marcos incluye este rasgo en la reacción escéptica de los apóstoles, hijos de su propia cultura: “Ella fue a anunciarlo a los que habían estado con él, que se encontraban tristes y llorosos. Pero ellos al oír que vivía y que ella lo había visto, no creyeron” (Mc 16, 10-11; Cf. Lc 24,22-24).

​

Así pues, ¿por qué la comunidad primitiva nos transmitió los Evangelios tal como los conocemos? No hay otra explicación que la escrupulosidad de querer respetar la verdad de los hechos, incluso al precio de arriesgar la credibilidad nada menos que del mensaje central de la fe. En efecto, se admira Messori, “¡son precisamente palabras de mujer las que fundamentan la veracidad de todo el Nuevo Testamento!”. Es como si se resignaran a admitir “Así fue como sucedió. ¿Qué otra cosa podemos hacer?”, ironiza nuestro apologista[14].

​

De un modo análogo, son pastores los primeros en ver al Mesías, y los que “dieron a conocer lo que se les había dicho acerca de este niño” (Lc 2, 17). Al igual que las mujeres, tampoco ellos podían prestar testimonio válido: ningún tribunal en Israel habría dado por buenas sus declaraciones, porque se los consideraba “impuros” por su mismo oficio. Y, sin embargo, en el Evangelio de Lucas se llama a dar testimonio del nacimiento del Mesías a estos “incapaces” y “no autorizados”.

​

En vista de esto, críticos radicales como Bultmann carecen por completo de rigor cuando consideran estos relatos de las apariciones como “construcciones apologéticas” de los redactores de los Evangelios. “Pero ¿de qué apología estamos hablando, por favor?”, se exaspera Messori. Sólo sirvieron para dar rienda suelta a comentarios sarcásticos como el del pagano de mediados del siglo III Celso (contra quien combatió Orígenes) cuando afirmó despectivamente que “los galileos creen en una resurrección atestiguada tan sólo por algunas mujeres histéricas”[15].

​

Más aún, si hubiesen sido relatos ideados sólo para justificar la fe en el Resucitado, ¿por qué, antes bien, no situar a Pedro o, incluso, a la madre de Jesús como protagonistas? ¿Por qué optar por María Magdalena, una mujer que había estado anteriormente “endemoniada” (Lc 8,2)? ¿Qué insensata “estrategia apologética” habría llevado a los redactores de los evangelios a “elegir”, en vez de los mismos apóstoles, un grupo de mujeres “las cuales siempre tuvieron una pésima acogida como testigos de la resurrección entre el resto de los discípulos?”, según palabras del célebre biblista Xavier Léon-Dufour[16].

​

El dominico Marie-Joseph Lagrange, director de la Escuela Bíblica de Jerusalén, acotaba que la causa de semejante actitud tan poco “apologética” estaba basada en “la conciencia de una posesión serena e incuestionable de la esencia de este acontecimiento: «Jesús está de nuevo vivo»”[17].

​

En suma: el “sincericidio” cometido en estos relatos se ajusta bien al sello de veracidad del criterio de la vergüenza.

​

Messori aporta una última observación: a pesar de que los mismos relatos evangélicos destacan que Jesús designó a Pedro como Cabeza de su Iglesia (Mt 16,18; Jn 21,15-17), la fidelidad a la verdad histórica de estos eventos llevó a los Evangelistas a anteponer el protagonismo de las mujeres al de Pedro, cuya primacía constaba en la lista transmitida por Pablo en 1 Corintios 15. En efecto, habíamos ya señalado que esta antigua tradición oral (por otro lado, de un alto grado de antigüedad y fiabilidad histórica) omite incluir a estas mujeres en su enumeración[18] y señala a Pedro encabezando cronológicamente la lista de testigos a quien Jesús se había aparecido tras la resurrección.

​

Examinemos justamente la lista de los testigos en este antiguo Credo que San Pablo recoge: “Les he trasmitido (...) lo que yo mismo recibí: Cristo (...) se apareció a Pedro y después a los 12. Luego se apareció a más de 500 hermanos al mismo tiempo, la mayor parte de los cuales vive aún (...) Además, se apareció a Santiago y de nuevo a todos los apóstoles. Por último, se me apareció también a mi” (1 Cor 15,3-8).

​

Según ciertos críticos escépticos, sería Pablo el verdadero “inventor” del cristianismo. Pero esta primitiva fórmula (incluida en una Carta que habría sido redactada hacia el año 56) habría provenido de un período de tan sólo diez a quince años después la Pascua: “Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí” (1 Cor 15,3). El análisis filológico de este Credo descubre, detrás de las palabras en griego, un original semítico, probablemente arameo. La estructura de las frases demuestra que el texto es una profesión de fe de la comunidad judeocristiana de Jerusalén y no de una comunidad griega, expuesta a eventuales contaminaciones externas. Desglosemos los diversos protagonistas de estos versículos[19]:

​

Pedro: la aparición de Jesús a Pedro fue seguramente parte de una antigua tradición conocida por Pablo de boca del mismo Pedro durante su estadía en Jerusalén (Gal 1,18).

 

Los 12 apóstoles: la aparición a los 12 es la mejor atestiguada por fuentes independientes (Lc 24,36s, Jn 20,19s, 1 Cor 15,5).

 

Los 500 hermanos: Pablo menciona a “500 hermanos” y asegura que “la mayor parte” de ellos vive aún, con lo que certifica que pueden ser interrogados.

 

Santiago: se trata de Santiago “el Justo”, “hermano” (es decir, primo o medio hermano) de Jesús, tal vez es el mismo que se identifica con Santiago “el menor”. Pertenecía al grupo de parientes que había recelado de Jesús (Mc 3,21s, Jn 7,1s), pero, luego de su conversión, se transformaría en una de las “tres columnas” de la Iglesia de Jerusalén, junto con Pedro y Juan (Gal 2,9).

 

Pablo: El Fariseo Saulo, perseguidor de los cristianos, tuvo una manifestación de Jesús Resucitado en las afueras de Damasco (Hch 9,1s) que provocó en él una profunda transformación, por la que pasaría a ser Pablo (forma griega de Saulo), Apóstol de los Gentiles, principal misionero cristiano (Cf. Hch 13,9s).

 

Hemos de tener en cuenta que Pablo había sido un enemigo declarado de los cristianos y que, por eso, no estaba predispuesto a la aparición de Jesús Resucitado. Tampoco ganaba nada urdiendo semejante episodio, sino todo lo contrario: con su conversión perdía su posición de fariseo prominente y respetado para pasar a una vida de privaciones que culminaría con su martirio en Roma. Él mismo describe esta existencia de pobreza y sufrimientos: “...Con frecuencia estuve al borde de la muerte, cinco veces fui azotado por los judíos con los treinta y nueve golpes, tres veces fui flagelado, una vez fui apedreado, tres veces naufragué, y pasé un día y una noche en medio del mar. En mis innumerables viajes, pasé peligros en los ríos, peligros de asaltantes, peligros de parte de mis compatriotas, peligros de parte de los extranjeros, peligros en la ciudad, peligros en lugares despoblados, peligros en el mar, peligros de parte de los falsos hermanos, cansancio y hastío, muchas noches en vela, hambre y sed, frecuentes ayunos, frío y desnudez” (2 Cor 11,23-27).

 

3. La naturaleza corporal de las apariciones[20]

 

Algunos estudiosos radicales objetan la idea de que el cuerpo resucitado de Cristo fuese físico, señalando que el propio NT habla del mismo como un “cuerpo espiritual” (1 Cor 15,44); según esta interpretación, “espiritual” se equipara con “inmaterial”.

​

Sin embargo, Cristo mismo mostró las llagas de su crucifixión a sus discípulos y los invitó a tocar su cuerpo. Y, para apoyar esta declaración de su dimensión material, remarcó que “un espíritu no tiene carne ni huesos” como él (Lc 24,39). Estaba así señalando de forma explícita que él no estaba “hecho de espíritu”. Era tangible y de carne y hueso. Más adelante, para reafirmar el realismo de su declaración, les pidió algo para alimentarse. Le ofrecieron pescado y él lo comió delante de ellos (Lc 24,41s). Esta ingestión demostró, más allá de toda duda, que su cuerpo resucitado era una realidad física.

​

Además, el NT distingue entre una aparición y una visión de Jesús. Aquéllas cesaron cuando Jesús retornó al Padre, pero las visiones del Señor continuaron en la Iglesia primitiva: por ejemplo, considérense los episodios en los Hechos de los Apóstoles: Esteban (Hch 7,56) y el mismo Pablo (Hch 9,3-6) experimentaron visiones de Jesús glorificado; además, tenemos ensoñaciones como las de Cornelio (Hch 10,1-8) y la de Pedro (Hch 10, 10-16). El libro del Apocalipsis, por su parte, es una extensa revelación dada a Juan por un ángel, en forma de una visión celestial. Ambos libros dejan en claro que estas visiones fueron reveladas por iniciativa de Dios; pero queda abierta la posibilidad de que hayan ocurrido en el interior de sus protagonistas. En contraste, cuando se narran las apariciones del Resucitado, se enfatiza que éstas sucedieron de un modo objetivo, o sea, en el mundo externo. Subrayando el realismo de la presencia física de Jesús, Pablo enseñó también nuestra propia resurrección física futura, negando la sola inmortalidad del alma (1Cor 15,42s).

​

El Apóstol de los Gentiles insistió en la realidad corporal de las apariciones, a pesar de que ni paganos ni judíos la admitían: para los griegos, el cuerpo era un obstáculo para la liberación del alma; los judíos, por su parte, negaban una resurrección individual y gloriosa antes de la resurrección al final de los tiempos. Incluso los mismos discípulos de Jesús “se preguntaban qué significaría «resucitar de entre los muertos»” (Mc 9,10).

​

Tanto paganos como judíos habrían estado dispuestos a aceptar sin recelos relatos de “visiones” de Jesús, como las que ocurrieron luego entre los discípulos. Mas, con total honestidad, y, a pesar de las resistencias de sus contemporáneos a la idea de una resurrección[21], Pablo perseveró en su proclamación, insistiendo en el “escándalo” y la “locura” de la cruz (1 Cor 1,23).

​

Messori enfatiza el realismo de esta resurrección anunciada, señalando el contraste con el proyecto de “desmitologización” que la negaba[22]. Como vimos, esta corriente propuso una reinterpretación “existencial” del Evangelio que lo despojara de supuestos “residuos mitológicos”. Según su principal referente, Rudolf Bultmann, “lo decisivo no es que Jesús haya resucitado”. Él “está vivo nuevamente si tú lo ves así a través de los ojos de la fe”. Los sucesos pascuales serían tan sólo una “forma mítica” de anunciar un mensaje existencial, que es único que lo corresponde rescatar. Jesús “se encuentra vivo en la predicación de los apóstoles y en ningún otro lugar”, concluía este exégeta. Ciertos teólogos y exégetas adeptos a esta tesis aseguran poder perseverar su fe si se descubriera que el cuerpo de Jesús se corrompió en el sepulcro.

​

Esta interpretación no se corresponde en absoluto con el NT, que insiste en la “materialidad” de la resurrección. Karl Barth se oponía a su colega y correligionario Rudolf Bultmann al señalar que “rechazar la resurrección corpórea de Jesús es, para un cristiano, rechazar a Dios mismo tal y como se ha revelado”. Tal como afirmaba Tertuliano en un tratado sobre la resurrección de Jesús: “la carne es el quicio de la salvación”. Apuntaba Jean Daniélou: “La doctrina de Bultmann y de otros teólogos y exégetas, según la cual la resurrección de la carne es un mito que tan sólo significa la renovación interior operada por la fe, está muy próxima a las concepciones gnósticas combatidas por san Pablo”[23]. Esta dimensión material se ve coronada en el misterio de la Encarnación y es consecuente con la antropología judía que enfatizaba la totalidad corpóreo-espiritual del hombre.

​

Al final del conocido episodio de los “Discípulos de Emaús”, cuando Jesús se sentó a la mesa con los dos discípulos, ellos lo reconocieron precisamente en su gesto personal y humano de partir el pan (Lc 24,30-31). Más adelante, cuando ellos se reunieron los otros apóstoles, apareció nuevamente Jesús, diciendo a los allí reunidos: “Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo” (Lc 24,39). Ese “tóquenme” aparece en el texto griego textualmente como “pálpenme” (ψηλαφήσατέ), término que alude a esta plena materialidad. Para enfatizar su corporeidad, les preguntó de inmediato: “¿Tienen aquí algo que comer?”. Y, a continuación, comió ante ellos (Lc 24,41-43).

​

Es importante considerar, además, que la visión de un “resucitado sin cuerpo”, al modo de un espectro, carecía de valor probativo para un fiel israelita. Un judío tenía necesidad de tocar un cuerpo. Por eso, el Apóstol Tomás, se comportó como un judío auténtico: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y no meto mi dedo en el lugar de los clavos, y no meto mi mano en su costado, no creeré” (Jn 20,25).

​

Recogiendo esta inquietud, Jesús primeramente invitó al incrédulo Tomás a “hurgar” en sus heridas: “Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado”. A renglón seguido, lo reprendió, instándolo a superar esa actitud escéptica: “En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe” (Jn 20,27). Hacia la conclusión de este Evangelio, se apareció junto al lago de Tiberíades, pidiendo una vez más de comer e invitándolos a compartir esa comida “Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro...” (Jn 21,15).

​

En suma: las manifestaciones corporales de Jesús vivo, ante diversos testigos y circunstancias, están sólidamente establecidas como eventos históricos centrales en la trama del testimonio de los Evangelios.

 

Los numerosos “sincericidios” en los relatos de la Pasión y resurrección (la traición de Pedro, la cobardía y el escepticismo de los apóstoles, las mujeres como primeros testigos), corroboran la honestidad de los redactores sagrados.

​

3) El origen de la fe de los discípulos en la resurrección de Jesús

​

a. Un suceso inesperado

​

El acontecimiento mismo de la resurrección de Jesús, tal como destaca agudamente Messori[24], no estaba respaldado en el AT por ninguna profecía específica; ante los discípulos aparecía como algo inesperado e imprevisto. Jesús era, en todos los aspectos, un Mesías que trastocaba todas las expectativas del pueblo judío. Lo último que un judío piadoso podía esperar del Mesías era que muriese de un modo ignominioso para después resucitar; tampoco concebía que los tiempos mesiánicos anunciados pudieran iniciarse con una cruz y un sepulcro vacío. Israel aguardaba mayoritariamente la resurrección general de los muertos, al final de los tiempos, en el juicio final universal.

​

Este anuncio inicial de los cristianos acerca de la resurrección de su maestro, teniendo lugar en un tiempo anterior a la resurrección universal, representaba, pues, algo inédito para el judaísmo de aquel tiempo. Nunca se había reportado en la literatura judía una resurrección actual y para la Gloria, es decir, para una nueva y permanente forma de vida. Todas las resurrecciones que se habían narrado anteriormente, incluidas aquéllas atribuidas a la intervención de Cristo, fueron sólo “reviviscencias”, esto es, retornos provisionales a una vida cotidiana y terrena. Lo reiteramos: puesto que el judaísmo no concebía en absoluto una resurrección para la gloria individual y antes del fin de los tiempos, el origen de esta idea sólo puede deberse a una experiencia inédita, impuesta “desde fuera”, a saber, la resurrección misma de Jesús.

​

Las numerosas profecías sobre el Mesías (que ya reseñamos anteriormente), si bien anticipan de modo admirable varios de los rasgos fundamentales de Jesús y su triunfo sobre el mal, jamás previeron su resurrección de entre los muertos. Este anuncio cumple con el “criterio de la discontinuidad” respecto de la anterior tradición. He aquí otra razón por la que no es concebible una fabulación de un grupo de judíos piadosos como los apóstoles.

​

Messori cita al respecto a numerosos eruditos bíblicos de renombre que refrendan la imprevisibilidad de este evento[25]:

​

Karl Schubert: “Lo último que un judío podía esperar del Mesías es que pudiera padecer, morir y resucitar. Lo último que podía esperarse, para los tiempos mesiánicos, es una cruz y un sepulcro vacío en mitad de la historia (...) Por un lado, la resurrección era considerada en el judaísmo de los tiempos de Jesús como un acontecimiento universal y escatológico. (…) No hay muerte para el Mesías y, por tanto, no hay necesidad de retorno a la vida. (…) los testigos de la Pascua (…) estaban firmemente convencidos de haber encontrado verdaderamente a Jesús en persona, tras su muerte y sepultura. De otro modo nunca se les habría ocurrido hablar de su resurrección”.

​

Joachim Jeremías: “El primitivo anuncio cristiano de la resurrección de Jesús, en un intervalo de tiempo que lo separa de la resurrección universal de todos los muertos, representa una completa novedad para el judaísmo. Y no sólo para éste, sino para toda la historia de las religiones (...) Lo que nunca aparece en la literatura judía (donde no hay nada comparable a la resurrección de Jesús) es una resurrección “para la gloria”, para una nueva y permanente forma de vida. Todas las resurrecciones que se narran, incluidas las milagrosas atribuidas a Cristo, son únicamente retornos provisionales a la vida normal y terrena”.

​

Rudolf Schnakenburg: “Si se afirma que la resurrección se ha verificado en la única persona de Jesús, habrá que concluir que son las apariciones las que han llevado a semejante afirmación. El pensamiento judío no la concebía en absoluto”.

​

John A. T. Robinson: “Si esta idea insólita de una resurrección solitaria y anticipada del Mesías se hubiera originado en la mentalidad judía de los apóstoles, sólo puede deberse a que les fuera impuesta por medio de la experiencia insuperable e incuestionable de la resurrección de Jesús”.

​

David Flusser: “No hay nada en todo el judaísmo de la época de Jesús ni en ninguna otra corriente conocida que refiriera un «Hijo del hombre» que tuviera que morir y resucitar”.

​

Charles Harold Dodd: “La resurrección no es una creencia surgida en el seno de la Iglesia. Es el credo a cuyo alrededor se ha formado la propia Iglesia. Es la referencia de hecho sobre la que se fundamenta y apoya todo el edificio de la fe”.

​

El mismo Jesús fue muy parco al referirse a su resurrección. Fueron relativamente escasas las ocasiones en que lo hizo (Mc 8,31; Mt 12, 40; 17,22-23; Lc 9,22; etc.). Aunque asumió inequívocamente el rol del Siervo Sufriente profetizado por Isaías, en contraste, la declaración de su victoria sobre la muerte parece haber sido mucho más velada y ocasional. Si sumamos este dato al hecho de que los discípulos habitualmente encontraban dificultades en asimilar sus enseñanzas más abiertas, resultará imposible negar el impacto traumático que les causaron las apariciones de Jesús Resucitado.

​

Teniendo en cuenta este trasfondo, surgen nuevos enigmas insolubles para los críticos escépticos: ¿Por qué algo que el propio Maestro nunca anunció de un modo claro y reiterado (como sí lo hizo con la venida del Reino, por ejemplo), se convirtió en el fundamento mismo de la fe? ¿Cómo un mensaje “lateral” en su enseñanza, pasó a ocupar el primer lugar en el anuncio de los discípulos? Éste es, en efecto, el acontecimiento insuperable y cardinal sobre el que se cimienta todo el edificio de la fe.

​

b. Del desconsuelo al testimonio valiente

​

Incluso los eruditos más suspicaces reconocen que el cristianismo debe su origen a la convicción de los primeros discípulos de que Dios había resucitado a Jesucristo.

​

El suceso capital fue la aparición de Jesús como Señor Resucitado ante unos seguidores temerosos y derrotados. A partir de entonces, éstos cambiaron drásticamente su actitud y comenzaron a proclamar su resurrección, fundamento de la resurrección futura de todos los hombres.

​

Messori cita en este sentido al filósofo marxista Milan Machovec[26]: “¿Cómo es que los seguidores de Jesús, y concretamente el grupo de Pedro, fueron capaces de superar la terrible desilusión, el escándalo de la cruz, y desencadenaron incluso -y de manera repentina- una ofensiva victoriosa? ¿Cómo un profeta cuyas predicciones no se habían cumplido ha podido ser el punto de partida de la religión más importante del mundo? Generaciones enteras de historiadores se han hecho estas preguntas y continúan haciéndoselas...”.

​

Nuestro autor remarca[27] que, de cara a la cultura de ese tiempo, resulta incomprensible que unos judíos practicantes, fieles a su religión, hayan podido llegar a proclamar la resurrección de aquel predicador errante que acabó de tan mala manera. Era un “maldito de Dios” pues había sido “colgado de un madero” (Dt 21,23); sin embargo, lo proclamaron públicamente a la par de Yahvé, adorado como el Único.

​

Más aún: esta “divinización”, el mayor de los sacrilegios y la abominación suprema para Israel. Tal como afirmaba Jean Guitton: “Entre la vida de Jesús y el nacimiento del cristianismo hay un agujero. ¿Cómo llenarlo si no es dando crédito a lo que afirman los evangelios?”[28].

​

Ahora bien, este consenso compartido por investigadores escépticos y creyentes nada dice sobre la autenticidad de este evento. Un punto fundamental de nuestra tarea apologética será argüir que esta convicción no se fundamenta en un engaño o una alucinación, sino en un suceso real e histórico: luego de su crucifixión, Jesús volvió a presentarse vivo y en cuerpo y alma ante sus discípulos.

​

Uno de los argumentos más notables para respaldar este acontecimiento es la insuperable dificultad en hallar explicaciones alternativas satisfactorias para ciertos hechos comprobables históricamente, a saber:

​

Por un lado, acabamos de exponer el carácter insospechado de la resurrección de Jesús, ajeno a cualquier expectación que sus seguidores pudieran fundar en las Escrituras.

​

Para reforzar este punto, recordemos, asimismo, que los judíos creían que el Mesías sería una figura triunfante que establecería el trono de David en Jerusalén. De hecho, durante ese primer siglo hubo varios alzamientos contra el poder imperial encabezados por líderes “zelotes” (tal vez lo fuera Barrabás) o por personajes que solían reivindicar para sí el papel de Mesías, entendido éste como un libertador militar del yugo de Roma. Estos caudillos, si no eran ejecutados por las autoridades romanas, caían inmediatamente en descrédito y eran abandonados por sus seguidores. Uno de los últimos y más relevantes de ellos, Juan de Giscala, acaudilló precisamente una rebelión que culminó en el año 70 con la destrucción definitiva del Templo de Jerusalén por parte de las tropas del emperador Tito.

​

Así pues, permanecer fieles y aun exaltar la figura de un Mesías que hubiese sido derrotado, humillado y ejecutado, era un claro contrasentido. Como dice William Lane Craig: “Sin la resurrección, el cristianismo habría sido sencillamente falso. Jesús habría sido sólo un profeta más que tuvo que enfrentar un final desdichado de mano de los judíos, y creer en él como Señor, Mesías, o Hijo de Dios habría sido una necedad. De nada habría servido procurar salvar la situación interpretando la resurrección como algo simbólico. Habría permanecido el hecho concreto, ineludible, de que Jesús murió y allí terminó todo”[29].

​

[1] Ricciotti, G., Vida de Jesucristo, cit en Messori, V., Op. Cit., p. 13s.

[2] Perret, J., Ressuscité? approche historíque, Paris, 1984, cit. en Messori, V., Op. Cit., p. 210.

[3] Para profundizar este tema, ver las extensas consideraciones de Messori, V., Op. Cit., Caps. XXV y XXVI.

[4] Ibid., p. 260.

[5] Volveremos sobre la idea de la “sinergia” al finalizar esta parte sobre la fe en Jesucristo.

[6] Craig, W., Op. Cit., pos 77%.

[7] Lennox, J., Op. Cit., p. 194s.

[8] Una nota forense al respecto: está en debate entre los eruditos si Jesús fue clavado a la Cruz atravesando con clavos sus manos o sus muñecas. Ambas hipótesis son coherentes con los relatos evangélicos y pensables lógica e históricamente: por un lado, el término griego (χείρ) refiere tanto las manos como los antebrazos; además, aunque los evangelios no lo aclaran, sus brazos pudieron haber sido amarrados con cuerdas al travesaño horizontal, para que sus manos fuesen atravesadas con los clavos sin que éstas se desgarrasen. Por último, hay ciertas investigaciones forenses confiables que especulan que los clavos pudieron haber entrado por las palmas y salido por las muñecas.

[9] Cit. en Messori, V., Op. Cit., p. 137s.

[10] Lennox, J., Op. Cit., p. 206s.

[11] Cit. en Messori, V., Op. Cit., p. 86.

[12] Id.

[13] Lennox, J., Op. Cit., p. 174s.

[14] Messori, V., Op. Cit., p. 53.

[15] Ibid., p. 56-57.

[16] Cit. en Ibid., p. 58.

[17] Cit. en Ibid., p. 88.

[18] Todos los autores sagrados, incluidos los propios evangelistas, realizan siempre un trabajo de selección de las fuentes históricas de que disponen, a fin de expresar mejor la perspectiva teológica de Jesús que quieren transmitir a sus oyentes. Estas visiones, en el caso de los libros canónicos, se armonizan sin contradicciones. En este caso, Pablo se propone resaltar la primacía de Pedro como pastor de la Iglesia, primacía que, como queda dicho, está claramente expuesta en los sinópticos.

[19] Craig, W., Op. Cit., pos 81%s.

[20] Lennox, J., Op. Cit., p. 215.

[21] Veremos en qué consisten éstas en el siguiente inciso.

[22] Messori, V., Op. Cit., Caps. VIII y IX.

[23] Cit. en Ibid., p.100. Cf. los pasajes de 1Cor 15,12-20 o de Col 1,15-20.

[24] Messori, V., Op. Cit., p. 71s.

[25] Ibid., p. 72s.

[26] Messori, V., Op. Cit., p. 118.

[27] Ibid., p. 109.

[28] Ibid., p. 100.

[29] Craig, W., The Son Rises. The historical evidence for Resurrection of Jesus, Oregon, 2000, p. 135.

Martirio_de_cada_apóstol.png

Pablo mismo anuncia esta Buena Nueva sin medias tintas: “Si Cristo no resucitó, la fe de ustedes es inútil y sus pecados no han sido perdonados. En consecuencia, los que murieron con la fe en Cristo han perecido para siempre. (...) Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos. (…) Así como todos mueren en Adán, así también todos revivirán en Cristo...” (1 Cor 15,17-22).

​

Estas palabras dan razón de la alegría de los discípulos. No se trataba de un mero reconocimiento externo del triunfo individual de Jesús ante la muerte. Ellos percibían el nexo indisoluble entre la resurrección de Cristo y la resurrección futura de todos los hombres (Cf. Jn 11,25-26). Puesto que Jesús había resucitado, todos estamos llamados a resucitar con él (Cf. Rom 6,4-8). La Buena Nueva proclamada entrañaba, pues, que la muerte y el mal habían sido derrotados en la Pascua (Cf. Ap 21,4). La fe en la resurrección de Jesús anunciaba así la transformación de un final supuestamente catastrófico en un triunfo divino en la entera historia humana.

​

A partir de ese misterioso domingo, estos discípulos, antes temerosos, abatidos y desilusionados por su ejecución, comenzaron a vivir un desbordante gozo. Cambiando drástica y repentinamente de actitud, ellos se lanzaron a proclamar la resurrección de su Maestro, al punto de arriesgar y ofrendar sus vidas por defender esta verdad. Efectivamente, en medio de las persecuciones del Imperio Romano, muchos de ellos entregaron su vida por pregonar que el Mesías había resurgido de entre los muertos. Y nadie, a sabiendas y voluntariamente, muere por una mentira.

 

Es elocuente el contraste entre el desconsuelo inicial de los discípulos (plasmado en la imagen del costado y arriba de los discípulos de Emaús) y la posterior valentía con que los cristianos anunciaron el Evangelio (encarnada en la ilustración de abajo de los mártires en el circo romano).

 

Entre estos mártires figuran conversos como Pablo y Santiago, como así también una multitud de judíos que, abandonando las estrictas prescripciones de la religión de sus ancestros, aceptaron el Evangelio. Veamos un cuadro de las tradiciones martiriares de los apóstoles:

​

​

​

​

​

​

​

​

​

​

​

​

​

​

​

​

​

​

​

​

​

​

​

​

​

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

​

​

​

​

​

Enfaticemos la premisa capital: sin la resurrección como acontecimiento real quedaría sin explicación cómo Pedro y el resto de los discípulos fueron capaces de superar la terrible desilusión y escándalo de la cruz, desencadenando, de manera súbita e inesperada, un vigoroso movimiento en pos de la nueva religión. Si su maestro hubiese fracasado ignominiosamente y sus promesas de la instauración del Reino de Dios hubiesen quedado en la nada, ¿cómo podría este desengaño haber sido el punto de partida de una fe que implicaría un momento de inflexión definitivo en el curso de la historia? Más aún, como ha quedado dicho, cuando se trataba de alguien sobre quien, según el Deuteronomio, había caído la maldición de Dios al haber terminado crucificado. Desde una perspectiva únicamente historiográfica estas incógnitas siguen en pie

               

Pero la cuestión se torna aún más enigmática: los discípulos no se limitaron a anunciar la resurrección de un hombre. Hemos indagado ya en la anterior sección que ellos proclamaron públicamente la divinidad de Jesucristo y lo adoraron como el Único Dios. Vimos que esta admisión constituía el mayor de los sacrilegios para Israel; incluso fue llevada a cabo casi sin apoyo de las Escrituras, contando sólo con una referencia velada de la visión del profeta Daniel.

​

Todos estos interrogantes acumulados sólo pueden hallar una respuesta satisfactoria si se concede que la resurrección de Jesús fue un evento real en la historia.

 

El drástico y súbito cambio de actitud de los discípulos,

 que pasaron del desaliento y el miedo 

al anuncio valiente de la resurrección de Jesús, hasta el martirio,

es inexplicable por razones meramente psicológicas o sociológicas.

​

Para los creyentes, la resurrección de Jesucristo fue un hecho objetivo, un acontecimiento concreto que ha tenido lugar independientemente de sus espectadores, los cuales sólo se han limitado a dar su alegato de este evento. Para los no creyentes, en cambio, se trató de un asunto subjetivo, algo que sucedió en el interior de los discípulos, causado por deseos, neurosis, alucinaciones... o, acaso, por una secreta maquinación fruto de la intención de engañar.

​

Así pues, ¿qué otras hipótesis alternativas pueden los escépticos esgrimir para explicar estos eventos? Veamos otras 4 posibilidades, con sus respectivos contraargumentos:

​

4) Hipótesis alternativas[1] y la “navaja de Ockham”

​

a) Hipótesis de la conspiración

​

Los discípulos habrían robado el cuerpo de Jesús y luego habrían mentido acerca de sus apariciones.

​

Respuesta

​

Habría sido absurdo urdir una historia sobre mujeres que descubren la tumba vacía (el “criterio de la vergüenza”), máxime en el contexto de un relato sobrio y sin milagros. Si hubiese sido una invención, ¿por qué no describirla con testigos habilitados y cargarla de portentos, como en el Evangelio apócrifo de Pedro?

​

Además, habría sido incongruente que unos judíos piadosos intentaran engañar sobre la resurrección de Jesús, pues su ejecución ya lo había descalificado ante el pueblo como el Elegido de Dios; como vimos, los judíos esperaban que el Mesías triunfara sobre los enemigos, no que pereciera derrotado.

​

El sitio Religión en Libertad comparte un par de artículos[2] que refieren el minucioso tratamiento que ha recibido esta cuestión en el reciente libro “Un latido en la tumba“ de Antonio Macaya (doctor en Medicina, licenciado en Ciencias Religiosas y diácono permanente en Barcelona). Reproducimos aquí un extracto de éstos:

​

El autor explica que los textos del Nuevo Testamento sobre la resurrección de Jesús son fiables, porque no tienen los rasgos de una invención mítica, ni de un texto fabricado para engañar. Tienen los rasgos de "la sinceridad desconcertada y desconcertante".

​

Además de detallar los consabidos argumentos de los testigos “incómodos”, que un falsificador no elegiría, Macaya señala algunos datos interesantes, que no son frecuentemente consignados: así, por ejemplo, el Jesús resucitado es “inesperado, sutil, difícilmente reconocible”. María Magdalena lo confundía con un jardinero. Los caminantes de Emaús no lo reconocieron durante un largo rato. Nadie inventaría un Resucitado difícil de reconocer. Además, los Evangelios no recogen la escena misma de la resurrección. Nadie declara haberla visto: éste es otro rasgo de credibilidad.

​

También es instructivo cómo Macaya trata la hipótesis del robo del cadáver como parte de una conspiración: ¿Cuáles son los sospechosos? Macaya descarta a los judíos y a los romanos: a ambos grupos les interesaba que constase la muerte de Jesús y que su cadáver permaneciera en el sepulcro, como refutación palpable de las bases del cristianismo. ¿Pudieron ser sus seguidores? Ésta es la única hipótesis antigua contra la resurrección: algunos discípulos habrían movido la piedra del sepulcro, y sacado y escondido el cadáver.

​

Sin embargo, no es lógico que un judío del siglo I robase ningún cadáver, menos aún el de un mesías derrotado, y arriesgara hasta su vida por éste. No hay manera de entender qué les hubiera movido a robar el cadáver de un “fracasado”. Además, ellos mismos no habrían escrito en los Evangelios que se les acusaba de tal robo. Imaginemos, nos dice Macaya, que Pedro, Juan, Andrés y otros seguidores les pesara que se perdiese el mensaje de Jesús, y decidiesen inventarse que había resucitado. Eran pescadores judíos muy religiosos, sin medios, humillados, la mayoría analfabetos, casados, con hijos, trabajo y amigos. El peor pecado imaginable, merecedor de la pena de muerte, era cuestionar la Ley recibida de Dios a través de Moisés o la existencia de un solo Dios. Lo natural y esperable es que volvieran a sus familias y su pueblo…

​

Tras morir Jesús, ellos estaban escondidos, llenos de miedo, y muy decepcionados. Sin embargo, estos apóstoles se arriesgaron a perderlo todo, lanzándose a una empresa no sólo absurda, sino también condenada por la Ley judía. Sabían que incluso estaba en riesgo su propia salvación eterna con la posibilidad de merecer la “gehena” eterna[3]. Por todo esto, ¿es lógico que en plena Pascua unos judíos cometiesen el gravísimo pecado de robar un cadáver, por no mencionar otros pecados como trabajar en Sábado o quedar impuros por tocar un cadáver?

​

Blas Pascal apunta además a otro factor interesante: imaginemos a los apóstoles reuniéndose después de la muerte de Jesús y conspirando para decir que había resucitado de entre los muertos. Esto significa estar dispuestos a enfrentar a los poderes más grandes de la época. El corazón humano es singularmente susceptible a la inestabilidad, al cambio, a las promesas, al soborno. Ellos ya habían cedido a la desesperanza y el miedo. Con que sólo uno de ellos se colapsara ante las amenazas de cárcel o muerte de sus adversarios y negara la historia, la supuesta conspiración habría fracasado totalmente[4].

​

Por otro lado, no hay testimonio alguno de tal robo. La mayoría son fuentes cristianas, pero son antiguas y coherentes, y como tales, válidas para cualquier historiador. Además, cuando autores no cristianos como Celso, se burlaban de la pretensión de los cristianos, nunca referían, por ejemplo, que su cuerpo había sido hallado luego en otro sitio.

​

La hipótesis del robo no encaja tampoco con la historia que narran los Evangelios. Los ladrones se habrían llevado el cuerpo amortajado (con los lienzos y la mezcla de mirra y áloe). No se habrían dejado las mortajas dobladas, tal como las descubrieron Pedro y Juan.

​

La hipótesis del robo tampoco explica las apariciones de Jesús ante el adversario Pablo y el escéptico Santiago. Pablo era enemigo acérrimo de los primeros cristianos. En este sentido, ya lo vimos, ¿cómo pudo Pablo pasar de perseguidor a perseguido, hasta terminar siendo decapitado en Roma? ¿Cómo pudo él participar del mismo complot?

​

Macaya cita a un par de juristas prestigiosos para explicar, por un lado, cuán difícil es mantener un fraude de este tipo, pues no suele resistir el paso del tiempo. Asimismo, para mantener un fraude se necesita una “triple carambola”: no decir nada que contradiga lo que sabe el juez, no contradecirse a uno mismo con el paso del tiempo y no entrar en contradicción con ningún dato externo. Los primeros cristianos fueron juzgados en las sinagogas donde predicaban. Allí hubiera sido muy fácil demostrar que se contradecían a ellos mismos, entre ellos, o con algún dato externo. Pero no fue así.

​

Incluso, aunque hubiera existido un improbable robo, deberían darse muchas otras circunstancias igualmente inverosímiles para tener una explicación general satisfactoria: aunque hubiera pruebas (que no las hay) o un móvil razonable (que no lo hay), hay muchas otras cosas que impiden que esta hipótesis cierre, tal como las apariciones de Jesús Resucitado, el surgimiento del cristianismo y la sinceridad de los textos. Se necesita que, además del robo, se desarrollara rápidamente un mito, que los testigos sufrieran algún trastorno psíquico y que escribieran textos llenos de datos desconcertantes.

​

Si elaboraron el mito, lo hicieron de modo muy torpe: si son hechos falsos, se los narraba en el peor momento (mucha gente había vivido estos sucesos y lo podían desmentir) y en el peor lugar (se hacían afirmaciones perturbadoras y desagradables, tanto para los judíos y como para los griegos de la época). Asimismo, lo vimos de modo reiterado, los autores de la supuesta invención “escogieron mal” a los testigos. Por todo esto, pensar una conspiración es sencillamente absurdo, concluye Macaya.

​

b) Hipótesis de la muerte aparente

​

Jesús no habría muerto en la cruz y se habría escapado luego de la tumba.

​

Respuesta

​

Por la intensidad de las torturas sufridas ya durante su Pasión y por el extremo padecimiento en la cruz misma, Jesús no pudo haber sobrevivido a su crucifixión ni, eventualmente, a su posterior encierro en la tumba. Además, los verdugos romanos (por su propia seguridad ante sus superiores) aseguraban la muerte del reo mediante un lanzazo asestado en su costado (Jn 19,34). Analizando los datos históricos y médicos, el Dr. Alexander Metherell concluyó que Jesús no habría podido sobrevivir a los atroces rigores de la crucifixión, y, mucho menos, a la profunda herida del lanzazo del centurión. De hecho, antes incluso de la crucifixión, su organismo habría estado en grave estado. Más aún, en el curso de las últimas etapas de su Pasión, Jesús probablemente pudo haber sufrido un “shock hipovolémico”: al perder mucha sangre, el corazón ya no es capaz de bombear a todo el cuerpo, poniendo en peligroso compromiso varios órganos vitales[5].

​

El Dr. Fernando Maidana, Jefe de Unidad de Consultorios Externos de Clínica Pediátrica del Hospital Elizalde de Buenos Aires, agrega que además de un shock hipovolémico, Jesús puede haber tenido incluso un “shock por dolor”. En cuanto al lanzazo “sí aseguraba la muerte, ya que, por la posición del crucificado, la fuerte tracción hacia afuera de ambos brazos debió provocar una entrada de aire a la cavidad pleural con el consiguiente colapso. La salida de sangre y agua debió deberse a la presencia de un hidrohemotórax, esto es, un derrame pleural (posiblemente por fallo de bomba), sumado al sangrado por alguna herida en el pulmón o la pared torácica”. Y precisamente, “un muerto, en el que el corazón ya no bombea, no sangra más que mínimamente, a no ser que la sangre y el agua estén previamente acumuladas en una cavidad”.

​

Pero si incluso Jesús hubiese sobrevivido, ¿cómo habría podido mover la piedra del sepulcro para escapar, estando, además, sus manos destrozadas por los clavos de la cruz? Y aun cuando, de un modo inexplicable, hubiese logrado evadir todos estos trances y aparecerse a los discípulos, su grave condición física no habría provocado en ellos la fe en un Señor vencedor de la muerte.

​

c) Hipótesis del cuerpo desplazado

​

José de Arimatea habría colocado primero el cuerpo en su propia tumba familiar por ser ya tarde, pero luego lo habría movido a la sepultura común para los criminales. Los discípulos habrían hallado vacío el primer sepulcro de Jesús y creyeron que él había resucitado.

​

Respuesta

​

José o sus sirvientes habrían corregido de inmediato el error de los discípulos. Además, los reos debían ser enterrados el día de su ejecución; José no habría profanado su propia tumba familiar, sacando luego el cadáver de Jesús de ella. Por último, esta hipótesis (como sucede con todas estas tesis alternativas) no explica el resto de los sucesos: en este caso, las apariciones de Jesús.

​

d) Hipótesis de la alucinación

​

Las apariciones de Jesús habrían sido fruto de una alucinación colectiva. Este origen “psicogénico” (defendido por G. Lüdemann, entre otros) sugiere que las llamadas “apariciones” de la resurrección fueron causadas por trastornos psicológicos alucinatorios. Los discípulos “vieron” algo, que no era objetivamente real, sino producto de su mente. El fundamento de la fe pascual no sería el sepulcro vacío, que sería una leyenda, sino las sendas apariciones a Pedro y a Pablo. Éstas no habrían sido sino una “reelaboración psicogénica”: Pedro habría superado así “el proceso de duelo” que vivía; Pablo, por su parte, habría cristalizado la “fascinación inconsciente” que había sentido por Jesús al perseguir a sus discípulos.

​

Respuesta

​

Por un lado, en la cultura judía de ese tiempo, las visiones del difunto eran evidencia de que la persona estaba muerta, no viva. Si los discípulos hubiesen tenido alucinaciones de Jesús, lo habrían visto en el “Seno de Abraham” (Lc 16,19s), donde creían los judíos que moraban las almas de los justos hasta la resurrección final. Y tales visiones, necesariamente inmateriales, los habrían movido a confirmar su muerte definitiva, no a creer en su resurrección corporal.

​

Además de esta explicación exegética, la propia ciencia psicológica (a la que Lüdemann pretende recurrir) refuta esta tesis con numerosos argumentos:

​

(1). Los discípulos, desilusionados y desesperanzados, no estaban psicológicamente predispuestos para una alucinación colectiva.

​

(2). Las alucinaciones habitualmente se producen sólo en gente con imaginación vívida. Los discípulos tenían personalidades muy diferentes: Mateo era un recaudador de impuestos, práctico y perspicaz; Pedro y Andrés, rudos pescadores; Tomás, un escéptico de nacimiento; Simón el “Zelote”, un hombre con fervor patriótico, etc. No puede clasificarse este conjunto de personas tan disímiles bajo el rótulo global de individuos “susceptibles a las alucinaciones”.

​

(3). Éstas suelen consistir en una “proyección mental” desde sucesos esperados; o sea, no podrían tener lugar si antes no estuviesen ya en la psique de los discípulos. Pero éstos no aguardaban un reencuentro con Jesús. Había, antes bien, dudas y perplejidad: son condiciones psicológicas inadecuadas para una alucinación.

​

(4). Las alucinaciones normalmente se repiten a lo largo de un período extenso, aumentando o disminuyendo de intensidad. Sin embargo, las apariciones de Cristo se produjeron recurrentemente durante cuarenta días, para entonces cesar de forma abrupta. Luego de esto, ninguno de estos primeros discípulos afirmó volver a tener una experiencia parecida. Los casos excepcionales de Esteban (Hch 7,56) y Pablo (Hch 9,3s; 22,6s; 26,12s; 1 Cor 15,8), como ya vimos, pueden, antes bien, ser calificados de visiones. Este patrón no concuerda, por tanto, con experiencias alucinatorias.

​

(5). Resulta difícil concebir que las 500 personas que vieron a Jesús Resucitado al mismo tiempo (1 Cor 15,6) sufrieran una alucinación colectiva. De hecho, Gary Sibcy, un psicólogo clínico, comenta: “He investigado en la literatura especializada (...) escrita por psicólogos, psiquiatras y otros profesionales de la salud durante las dos últimas décadas, y aún no he encontrado ningún caso de alucinación en grupo, es decir, un acontecimiento en el que más de una persona tuviera supuestamente la misma percepción visual o sensorial sin que hubiera un claro referente externo”[6].

​

Las teorías alucinatorias tienen un alcance explicativo muy limitado: sólo intentan explicar las apariciones. Pero deberían extenderse para abarcar también algún tipo de visión ilusoria respecto de la tumba vacía; caso contrario, el sepulcro habría desmentido estas visiones.

​

Asimismo, C. S. Lewis señala el hecho de que, si se trataran de meras proyecciones subjetivas de los discípulos, ¿cómo explicar que, en tres ocasiones distintas, ellos inicialmente no reconocieran a Jesús? (Lc 24,13-31; Jn 20,15; 21,4)[7].

​

Para aquel que quiera seguir profundizando en las diversas réplicas a estas “teorías alternativas”, recomendamos la sistemática y completa exposición de Kreeft y Tacelli: los autores brindan nada menos que nueve argumentos para refutar la teoría del desmayo; siete argumentos para refutar la teoría de la conspiración; trece argumentos para refutar la teoría de la alucinación y seis argumentos para refutar la teoría del mito[8].

​

e) La “hipótesis” de la resurrección

​

Las anteriores hipótesis resultan pobres en su poder explicativo (son altamente inverosímiles) y su extensión explicativa (se limitan a un hecho cada una). Se incurre en la típica dificultad representada en la metáfora de “la manta corta”: si ésta cubre el pecho, descubre los pies y viceversa. ¿Es mejor la tesis de la resurrección? Ésta tiene mayor alcance explicativo: explica todos los hechos a la vez. Asimismo, tiene mayor poder explicativo: las otras hipótesis no esclarecen convincentemente el cambio de actitud de los discípulos. En cambio, esta tesis torna altamente creíbles los tres sucesos a la vez: la tumba vacía, las apariciones de Jesús y la fe en la resurrección.

​

Mientras que las demás conjeturas necesitan agruparse para explicar los hechos, a saber, la supuesta inmoralidad de los discípulos, una crucifixión y un lanzazo inocuos, la predisposición a visiones de Jesús, etc., creer en la resurrección sólo requiere una suposición: el Dios de Jesucristo existe.

​

Es notable cómo esta conclusión, a pesar de ser la más “natural”, es la más difícil de aceptar hoy. Es una Buena Nueva que Pablo considera “escándalo y locura” (1 Cor 1,23). Es éste el aspecto del cristianismo más inaceptable para los estudiosos escépticos que niegan a priori la dimensión sobrenatural. Sus prejuicios surgen de una razón replegada sobre sí misma, que considera real sólo lo que puede concebirse en sus estrechos límites; así, rechazan dogmáticamente la posibilidad de una intervención divina.

​

Messori cita dos textos elocuentes al respecto: se admiraba San Agustín: “Resucita un muerto y todos se asombran, pero nadie se extraña de que cada día nazca lo que antes no existía” [9]. Posiblemente influido por esta idea, Blaise Pascal argumentaba: “...¿Qué es más difícil: nacer o resucitar? ¿Es más difícil que exista lo que nunca ha existido o que vuelva a existir lo que ya existió? (...) La costumbre nos hace parecer fácil el existir; la falta de costumbre nos hace parecer imposible el volver a existir...”[10].

​

El núcleo mismo de la fe y la respuesta definitiva a los problemas últimos de la condición humana es la proclamación “¡Jesús ha resucitado!”: “El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado (…) Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido”[11].

 

Las hipótesis alternativas son deficientes

en su poder y alcance explicativo y necesitan yuxtaponerse...

La tesis de la resurrección precisa sólo de la existencia del Dios de Jesucristo.

​

En el video "A Case for Christ" (con subtítulos en español), Lee Strobel, un periodista especializado en asuntos judiciales, cuenta su investigación detectivesca sobre la realidad de la resurrección de Jesús, que lo llevó a su propia conversión en 1981.

 

De modo similar a Strobel, James Warner Wallace, un detective de homicidios, se convirtió al cristianismo en 1995 estudiando los relatos de los testigos de la resurrección de Jesús, aplicando los principios del examen criminalístico a la apología cristiana[12].

 

-o-

​

Terminemos citando dos testimonios personales:

​

Michael Licona, uno de los eruditos entrevistados por Lee Strobel, dio una franca respuesta a la pregunta sobre si aún tenía dudas[13]: “Sí, todavía hay periodos en que experimento ciertas dudas; en un sentido, así es mi personalidad. En ocasiones sigo preguntándome, «¿Me estoy acercando a estos argumentos de un modo realmente objetivo?» (…) Cuando alguien plantea una objeción, no me pongo enseguida a pensar en una refutación. Paso mucho tiempo intentando entender e interiorizar el argumento; quiero darle todo su peso. (…) Esto me produce algunas dudas, porque hasta cierto punto experimento lo mismo que [mi objetor]”. Pero después “analizo los datos. Intento aplicar una metodología histórica responsable… Y siempre vuelvo a la resurrección” como un suceso real de la historia[14].

​

Este mismo sentido, el pensador católico Jean Guitton (†1999) confesaba su consciencia de las complejidades del testimonio histórico y la historia de Jesús: “¿Qué testimonio bastaría para demostrar la veracidad de unos hechos tan esquivos como la condición de Jesús de Hijo de Dios y sus apariciones desde más allá de la tumba?”, se preguntaba. Mas, concluía: “las dificultades para aceptar la explicación cristiana de los documentos son menores que las dificultades en las interpretaciones opuestas”[15].

​

[1] Cf. Craig, W., Op. Cit., pos 85%s; Lennox, J., Op. Cit., p. 208s y Macaya, A., Un latido en la tumba. Demostración histórica de la resurrección de Jesús, Madrid, 2019; Kreeft, P. y Tacelli, R., Op. Cit, p. 71-78.

[2] https://www.religionenlibertad.com/cultura/661584344/Y-si-Jesus-no-murio-en-la-cruz-O-el-cadaver-fue-robado-Son-creibles-estas-hipotesis.html; https://www.religionenlibertad.com/cultura/164773316/La-resurreccion-de-Cristo-no-fue-un-mito-ni-una-invencion-los-datos- la-hacen-mas-que-plausible.html.

[3] La “gehena” era un lugar físico de castigo donde los judíos contemporáneos a Jesús creían que eran enviados los réprobos al morir (Mc 9,43 y par.; Mt 23,33; etc.).

[4] Pascal, B., Op. Cit., n. 322; 310.

[5] Strobel, L., Op. Cit., p. 275.

[6] Cit. en Lennox, J., Op. Cit., p. 209.

[7] Cit en Id.

[8] Kreeft, P. y Tacelli, R., Op. Cit, p. 71-78.

[9] Cit. en Messori, Op. Cit., p. 224.

[10] Pascal, B., Op. Cit., n. 222.

[11] GS 22.

[12] Cf. Warner Wallace, J., Cold-Case Christianity. A homicide detective investigates the claim of the Gospels, Colorado, 2018; God’s Crime Scene. A Cold-Case Detective Examines the Evidence for a Divinely Created Universe, Ontario, 2015.

[13] Strobel, L., Op. Cit., p. 152.

[14] C. S. Lewis ha escrito muy hondamente acerca de esta fe a la que se llega mediante certezas de la razón: este tipo de fe “es el arte de aferrarse a las cosas que vuestra razón ha aceptado una vez, a pesar de vuestros cambios de ánimo. Ya que el ánimo cambiará, diga lo que les diga vuestra razón. (…) Esta rebelión de vuestros estados de ánimo contra vuestro auténtico yo ocurrirá de todas maneras. Precisamente por eso la fe es una virtud tan necesaria: a menos que les enseñéis a vuestros estados de ánimo «a ponerse en su lugar» nunca podréis ser cristianos cabales, o ni siquiera ateos cabales, sino criaturas que oscilan de un lado a otro, y cuyas creencias realmente dependen del tiempo o del estado de vuestra digestión. En consecuencia, es necesario fortalecer el hábito de la fe” (Lewis, C. S., Op. Cit., p. 92).

[15] Cit. en Dulles, Avery, Op. Cit., p. 377-378.

instrumentos cruz.png
seplucro_vacío.png
aparición_a_Magdalena.png
aparición a apóstoles.png
aparición a discípulos Emaús.png
Tomás.png
Apariciones.png
desolación&valentía.png
Manta Corta.png
racionalismo.png
Strobel video.png
Cristo Resucitado.png
Ockham.png
bottom of page