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Las razones del corazón para la fe cristiana

 

1. Las exigencias del alma: la incesante sed de Dios

En las "Razones para la Fe Monoteísta" incursionamos en argumentos desde la cosmología y la moral; la presente sección ("Razones para la Fe Cristiana") hemos estado revisando argumentos a partir de la evidencia histórica, escriturística y arqueológica. Ahora veremos que también existe un itinerario hacia la fe cristiana que apela al corazón. Mostraremos cómo la Buena Nueva de Jesús es, respectivamente, capaz de saciar nuestra sed de infinito, manifestar una Belleza sobrenatural a nuestra alma y enamorar radicalmente nuestra voluntad.

 

1) El argumento del deseo humano de infinito

a. Introducción: el núcleo del misterio del hombre 

         

Si somos honestos con nosotros mismos, admitiremos que nuestra propia existencia, con todas sus contradicciones y miserias, es un misterio que no conseguimos esclarecer del todo.

Una nutrida legión de pensadores de muy diversos matices (como San Agustín, Blas Pascal, Sören Kierkegaard, Maurice Blondel, Karl Jaspers, Martin Heidegger, Jean Paul Sartre o Albert Camus), aun cuando han sacado diversas conclusiones, han arribado al mismo diagnóstico: la condición básica de nuestra existencia puede describirse con términos como paradoja, decepción, finitud, angustia.

Pero no es necesario ser un filósofo para reparar en esta realidad; sólo con prestar un poco de atención a lo que ocurre en nuestra interioridad, se nos hará evidente que día a día combatimos con la desproporción entre nuestras aspiraciones y nuestros logros. Cada uno encontrará sus propios ejemplos entre las incomprensiones, fracasos, indiferencias y enfrentamientos que experimenta a diario; sin embargo, el leitmotiv no varía: a la larga, nuestras manos retendrán mucho menos de lo que quisimos aferrar.

Si mantenemos esta actitud sincera y reflexiva, sin encerrarnos en nuestros propios prejuicios, veremos que los indicios apuntan a un dictamen inapelable: nunca podremos disipar del todo esta situación contradictoria.

Bajo la influencia de los ideales de una sociedad a menudo autosuficiente y encandilada por sus propios logros, podemos caer en la tentación de negar lo evidente, y suponer que, a pesar de todo, si de veras nos esforzamos, será posible finalmente tener nuestra existencia bajo control.

Lo inesperado, lo contingente, lo incontrolable, nos resultarán eventos inadmisibles y cuestiones como el fracaso, la enfermedad o la muerte, cuestiones tabú. Como no podemos aceptar factores que puedan escapar de nuestra esfera de dominio, terminaremos juzgando sólo digno de consideración lo que está al alcance de nuestra percepción o nuestras acciones (actitud que, como vimos, es típica del cientificismo).

b. La dolorosa experiencia de nuestros límites.    

El hombre de las modernas sociedades super-industrializadas, adiestrado desde la cuna para la alta competitividad y el menosprecio de toda expresión de gratuidad, puede a duras penas admitir (o aun siquiera concebir) que existan restricciones innatas que coarten su avance exitoso. Pero, aunque tal vez no sea consciente de ello, o acaso hasta quiera negarlo, tarde o temprano terminará imponiéndosele la evidencia incontrastable de sus propios límites; unos límites siempre multiformes y omnipresentes:

Por un lado, nos encontramos anclados en un tiempo y espacio determinados: parecería que, al nacer, fuimos “arrojados” a la existencia en este aquí y este ahora, sin haberlos elegido. A partir de ese momento, nuestra vida quedará constreñida con ese acotado marco espaciotemporal. Nos han sido dadas una historia, una cultura, una familia y una nación; si eventualmente emigramos a otro entorno geográfico, tarde o temprano, volveremos a sentirnos atados a un espacio cotidiano con sus propias circunstancias.

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En su célebre obra Muéstrame tu rostro, Ignacio Larrañaga (†2013) asumía la imagen del mito de la caverna platónico para expresar agudamente que “…somos los miopes que vemos y analizamos todo con nuestra nariz apoyada en la pared sin un palmo de perspectiva, y la pared se llama el tiempo. No disponemos de suficientes elementos ni de perspectiva de tiempo para ponderar la realidad proporcional y equitativamente. (...) Siempre tenemos que recordar esto: lo esencial es invisible. Y como vivimos mirando a la superficie, no sabemos nada de lo esencial...”[1].

Naturalmente, respecto de la finitud temporal no hay éxodo posible... Inexorablemente, el tiempo seguirá transcurriendo, y, con la potencia disgregadora de la entropía, terminará por relegarnos en el olvido. Y, a pesar de este conocimiento, no podemos renunciar a nuestra condición de caminantes, ora como vagabundos, ora como peregrinos. Estamos forzados a proyectarnos continuamente hacia el futuro, sin poder detener el tiempo para organizar mejor nuestros recursos, divisar mejor nuestra meta o, simplemente, tomar un respiro de la vertiginosa marcha de los sucesos diarios.

Al respecto, recordemos como ejemplo el inolvidable párrafo con el que J. L. Borges (†1986) inicia su cuento de 1945 “El Aleph”: “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió (…) noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita”[2].

Sumemos a este texto el testimonio de una multitud de poetas que han expresado su rebeldía hacia la finitud humana con bellas fórmulas. Sólo citemos unos pocos ejemplos:

Soy un tronco que siente y sufre”[3].

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, y más la piedra dura, porque ésta ya no siente, pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente...”[4].

“...Mi vida es un desierto entre dos guerras...”[5].

Cualquier cosa digas o hagas, surge un grito adentro: ¡no es por esto, no es por esto!”[6].

Es difícil encontrar un pensador que haya transcripto de modo más vibrante y conmovedor la experiencia de la finitud humana que Blas Pascal (+1662). Este matemático y filósofo francés remarcaba la perplejidad del hombre que se descubre perdido entre los tiempos y espacios infinitos: “Cuando considero la pequeña duración de mi vida, absorbida en la eternidad que le precede y que le sigue, el pequeño espacio que lleno y aun el que veo, abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto y me asombro de verme aquí y no ahí, pues no hay razón para que yo esté aquí y no ahí, ahora y no entonces”[7].

La persona se descubre, abrumada, dentro un inestable equilibrio entre la nada y el todo: “¿Qué es un hombre en la naturaleza? Una nada con respecto al infinito, un todo con respecto a la nada, un medio entre nada y todo. Infinitamente distante de comprender los extremos, para él el fin y el principio de las cosas están insuperablemente escondidos en un secreto impenetrable, y es igualmente incapaz de ver la nada de donde ha sido extraído y el infinito donde está sumido”[8].

Pero la finitud no sólo es una cuestión de asombro filosófico que aparece ante una contemplación de las escalas incomparablemente pequeñas y grandes... Nos sale también al cruce bajo la forma de una permanente insatisfacción personal. Sucede que nuestras acciones habituales rara vez nos conforman del todo. Sea que se trate de realizaciones laborales, científicas o artísticas, o de la simple y central cuestión de nuestra relación con los demás, es común que nos reprochemos no haber hecho las cosas mejor, sea por omisión, desatino o exageración. Y si obtenemos algún logro que nos satisfaga, nos vemos amenazados por la eventualidad de la pérdida o el desinterés.

Subyace en el fondo la sospecha de que nuestros actos no nos encaminan hacia donde quisiéramos, aun cuando no acertemos a concebir claramente cuál es la meta que anhelamos. Es moneda corriente toparnos con la incomprensión, la indiferencia, la ingratitud o el trato interesado por parte de los demás (¡y también por parte propia, si somos lo suficientemente objetivos!). Por eso, desconsolados y escépticos, comprobamos que, lejos de ser una experiencia cotidiana, un encuentro verdadero con otra persona suele aparecer como un inusual milagro.

Veamos cómo estas experiencias de finitud humana ya son recogidas en las Escrituras:

«¡Vanidad, pura vanidad!», dice Cohélet. «¡Vanidad, pura vanidad! ¡Nada más que vanidad!» ¿Qué provecho saca el hombre de todo el esfuerzo que realiza bajo el sol? Una generación se va y la otra viene, y la tierra siempre permanece. (…) Todas las personas están gastadas, más de lo que se puede expresar. ¿No se sacia el ojo de ver y el oído no se cansa de escuchar? Lo que fue, eso mismo será; lo que se hizo, eso mismo se hará: ¡no hay nada nuevo bajo el sol!” (Ecl 1,2-9).

Al ver el cielo, obra de tus manos, la luna y la estrellas que has creado: ¿qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides?” (Sal 8,4-5).

El que recibe la semilla entre espinas es el hombre que escucha la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan, y no puede dar fruto” (Mt 13,22).

Porque toda carne es como hierba y toda su gloria como flor del campo: la hierba se seca y su flor se marchita” (1 Pe 1,24; Cf. Is 40,6).

A pesar de sus diversas tonalidades, todos los autores referidos clamaron ante la paradójica incongruencia entre lo deseado y lo conseguido. Hemos citado al gran poeta italiano Giacomo Leopardi (†1837): al confesarse como un “tronco que siente y sufre”, él se lamentaba amargamente por el contrasentido que padecía entre la necesidad de trascenderse y la incapacidad que experimentaba para poder hacerlo.

Como advertía el teólogo húngaro Ladislaus Boros (†1981) el ser humano descubre desconcertado la contradicción entre “la grandeza de la existencia” y “una profunda incapacidad para realizar esta grandeza”[9]. O, en palabras de Luigi Giussani (†2005) “... El hombre es un mendigo insaciable, pues lo que le corresponde es algo que no coincide consigo mismo, que no se puede dar a sí mismo…”[10].

Por su parte, el pensador francés Maurice Blondel (†1949) mostró en su obra “La Acción” que, en su actuar, el hombre descubre una inadecuación permanente entre el deseo infinito de su corazón y sus realizaciones concretas e inmediatas, fruto de su querer espontáneo[11]. Así pues, surge, incontestable, la insuficiencia de su acción para satisfacer este conflicto. Esta exigencia de su voluntad, advierte Blondel, “es a la vez necesaria e impracticable”. El hombre descubre, angustiado, que la solución “parece necesaria y sin embargo inaccesible”[12].

Es en la inevitabilidad de la muerte donde se refuta de modo incontrovertible la pretensión de omnipotencia del hombre de hoy. Por eso, se ha convertido en una cuestión a minimizar u ocultar; es de mal gusto hablar de la muerte en los círculos familiares, y, si ocurre el fallecimiento de alguna persona cercana, se preferirán los velatorios fuera del hogar, donde en ocasiones habrá quienes tratarán de desdramatizar la situación con sarcasmos u ocurrencias que mitiguen el dolor. Y, sin embargo, esta realidad desenmascara contundentemente cuán infranqueable es el muro de la finitud. Es el límite último y fatal, arrebatador de proyectos y sueños, aniquilador de nuestro mismo ser; es la situación donde la persona se descubre más desamparada; nadie puede compartir su experiencia ni acompañarlo.

Con su poético escepticismo, Alejandro Dolina así lo expresaba en estas estrofas de su “Tango de la muerte”: “…Yo juego con la carta más segura / no importan los vaivenes de la suerte / aquí donde me ve, yo soy la Muerte. / El precio de la última aventura. / Yo soy mucho más fuerte que la vida. / Yo soy la última rima del poema. / Mi voz en todo acorde siempre suena. / Y con cualquier camino yo hago esquina”[13]. Jean Paul Sartre (†1980), desde su pesimismo existencial, declaraba de modo similar que, a la postre, la muerte es “la revelación de la absurdidad de toda espera”[14]. Por eso, Sartre sentenciaba: “el hombre es una pasión inútil”[15].

 

Nuestras manos retienen siempre mucho menos

de lo que habríamos querido aferrar.

 

c. Superando la contradicción entre lo finito y lo infinito

Hasta aquí hemos recogido el clamor del hombre que se rebela indignado ante su finitud, al comprobar cuán insalvable es la brecha entre sus inmensas aspiraciones y sus pobres concreciones.

Si proseguimos en una búsqueda humilde y atenta, habremos de descubrir que, si tanto sufrimos por nuestros límites, es porque estamos llamados a ir más allá de ellos. La angustia, que siempre nos sale al paso, es un término que proviene del latín “angustus” que significa “estrecho”; vale decir, estar angustiados es sentirnos acorralados, estrangulados. Nos constriñe lo finito porque lo padecemos como una barrera que nos intercepta el paso. Como afirma Bouillard “no podríamos saber acerca de esta finitud si no tuviéramos algo en nosotros que la excediera”[16].

Pero si nos quedáramos pasivos, indiferentes a toda esperanza, no experimentaríamos frustración alguna: si no avanzáramos, queriendo ir más allá, no chocaríamos con ninguna pared limitante. Estas dolorosas colisiones provienen, pues, de una inocultable nostalgia de lo infinito, la cual nos impulsa inexorablemente para trascender nuestras limitaciones.

El poeta italiano Eugenio Montale (†1981), Premio Nobel de literatura en 1975, expresó de un modo sublime este llamado hacia el horizonte, superando las fronteras: “Bajo el denso azul del cielo un ave marina vuela; nunca descansa, porque todas las imágenes llevan escrito: «más allá»”[17].

Es la misma inquietud que expresó el salmista: “Como la cierva sedienta busca las corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, mi Dios. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente: ¿Cuándo iré a contemplar el rostro de Dios?” (Sal 42,2-3); “Mi alma se consume de deseos por los atrios del Señor; mi corazón y mi carne claman ansiosos por el Dios viviente” (Sal 84,3).

Ahora bien, es la totalidad de nuestra persona la que está orientada para dirigirse “más allá” de sus límites.

Por un lado, este deseo de infinito se expresa mediante una inteligencia inquieta que busca sobrepasar lo evidente, cuestionando lo que aparece ante sus sentidos, siempre restringidos. Gracias a ella, tendemos a sospechar de los silogismos lógicos, cuando éstos quieren dictaminar sobre cuestiones vitales. Percibimos una llamada a superar la modesta satisfacción racional que nos provocan las demostraciones indiscutibles, típico fruto de una racionalidad cerrada sobre sí misma. Este racionalismo nos encierra la mente en un mundo muy estrecho, en donde sólo tiene cabida lo demostrable y verificable.

Este dinamismo en el conocer nos orienta naturalmente hacia aquella realidad que está allende la manifestación del mundo de lo inmediato y evidente: Dios mismo. Dice el Cardenal Kasper que “Dios es la respuesta a la pregunta latente en todas las preguntas (...) y constituye una respuesta que abarca y trasciende toda otra respuesta”[18]. La Constitución Pastoral Gaudium et Spes[19] del Concilio Vaticano II remarca que “...Dios llama al hombre a pensamientos más altos y a una búsqueda más humilde de la verdad”[20].

Como afirma el Obispo Barron lejos de cerrarnos la mente, la religión “despierta la más profunda indagación del espíritu humano, que se dirige hacia Dios”. Bernhard Lonergan sostiene que, en el fondo “la mente quiere saber todo sobre todo. No sólo verdades particulares, sino la verdad misma. Quiere la fuente de la realidad”. Y esta fuente tras todas las búsquedas es Dios mismo[21].

Pero no se trata sólo del ejercicio de nuestro raciocinio, por más inquisitivo que éste sea. En este sentido, el conocido neurólogo Dr. Facundo Manes señala que, aunque es extendido el mito de que “las emociones y el sentido común son opuestos al razonamiento lógico” y que “las mejores decisiones se toman en base a una lógica abstracta”, por el contrario, los estudios han demostrado que una racionalidad “contextual, guiada por atajos emocionales” es la estrategia más adecuada para tomar decisiones. Sucede que nuestra mente no es “sistema lógico-formal abstracto”, sino que “depende de la acción situada, corporizada y afectiva”[22].

Integrado en este movimiento de la inteligencia, también nuestro corazón nos empuja a trascender la monotonía y el tedio cotidianos. Cada mañana, cuando nos levantamos y nos enfrentamos con el nuevo día, estamos implícitamente apostando por un sentido que justifique nuestros afanes. Aun cuando seamos intelectualmente escépticos, la voluntad que surge de un corazón tenaz, buscando superar las dificultades que surgen por doquier, postula en sí misma la confianza en acceder una existencia mejor. Más allá del mero instinto de supervivencia, aunque a veces no lo advirtamos, nos lanzamos en pos de una mayor felicidad.

El argumento del deseo

Peter Kreeft y Ronald Tacelli presentan este argumento que surge de nuestra voluntad inquieta mediante un sugestivo silogismo[23]:

1. Todo deseo natural e innato en nosotros corresponde a alguna realidad cotidiana que pueda satisfacer ese deseo.

2. Pero existe en nosotros un deseo innato que nada en el tiempo ni en la tierra ni creatura alguna puede satisfacer.

3. Por lo tanto, debe existir algo más que el tiempo, la tierra y las creaturas que pueda satisfacer este deseo.

4. Este algo es lo que la gente llama “Dios”.

La primera premisa implica una distinción entre deseos de dos tipos: natural (esto es, innato) y artificial (es decir, condicionado externamente). Naturalmente deseamos cosas como comida, bebida, sexo, sueño, conocimiento, amistad y belleza; también deseamos cosas impuestas no innatas como un auto deportivo, volar por el aire como Superman o la tierra de Oz… los deseos naturales provienen de dentro, de nuestra naturaleza, mientras que los artificiales provienen de fuera, de la sociedad, de la publicidad o de la ficción. Por eso, los deseos naturales se encuentran en todos nosotros, pero los artificiales varían de persona a persona.

La existencia de los deseos artificiales no significa necesariamente que los objetos deseados existan. Algunos existen, pero lugares como Oz no existen. Pero la existencia de deseos naturales implica siempre que los objetos deseados existen. Nadie ha encontrado nunca un caso de un deseo innato por un objeto inexistente.

La segunda premisa requiere solamente una introspección honesta. Alguien puede negarla y afirmar que es totalmente feliz disfrutando del dinero o el poder, sólo podemos interpelar a esa persona con alguna “pregunta disparadora” y esperar que en algún momento se sincere y admita su vacío existencial.

La tercera premisa postula una meta desconocida, pero cuya dirección es conocida. Este “X” es el siempre más: más belleza, más atractivo, más genialidad, más alegría. Pero este más es infinitamente más, porque nunca estamos satisfechos con lo finito y lo parcial. El argumento apunta hacia un corredor infinito en una dirección definida, hacia este X desconocido.

La cuarta premisa no refiere a Dios en cuanto algo ya concebido o definido, sino esa X misteriosa y conmovedora que nos atrae hacia sí, más allá de todas nuestras imágenes y conceptos. En otras palabras, el único concepto de Dios en este argumento es “el concepto de aquello que trasciende los conceptos”, algo que “nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar” (1 Cor 2,9). En otras palabras, el verdadero Dios.

C. S. Lewis usó este argumento repetidas veces. Así lo resumía sucintamente: “las creaturas no nacen con deseos a menos que exista satisfacción para éstos. Un bebé siente hambre; bueno, hay tal cosa como comida. un patito quiere nadar; bueno, existe el agua. Los hombres sienten deseo sexual; bien, hay algo llamado sexo. Si encuentro en mí un deseo que ninguna experiencia en este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fui creado para otro mundo”[24]

Vimos ya cómo los Salmos 42 y 84 declamaban esta profunda percepción. En el NT, Jesús se muestra como ese manantial inagotable que sus discípulos anhelan: “Señor, ¿a dónde iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68); “Jesús le respondió: «El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna»” (Jn 4,13-14); “El último día, el más solemne de la fiesta, Jesús, poniéndose de pie, exclamó: «El que tenga sed, venga a mí; y beba»” (Jn 7,37).

En esta misma dirección, San Agustín descubría una clara presencia divina tanto en la sed de infinito como en el conocimiento de la verdad en la interioridad humana. Leemos al inicio de sus inmortales “Confesiones” (397-401): “Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en ti”. Blaise Pascal (†1662) expresó otra idea agustiniana en sus “Pensamientos” (1670, hallazgo post-mortem), poniéndola en boca de Dios mismo: “Tú no me buscarías si no me hubieras ya encontrado antes”[25].

Un camino más reciente surgió a comienzos del siglo XX desde una vertiente humanista y creyente del existencialismo, con pensadores como M. Blondel (†1949), M. Buber (†1965), K. Jaspers (†1969) y G. Marcel (†1973), entre otros. Desde la experiencia de fracaso, angustia y situación límite, y allí donde J. P. Sartre (†1980) diagnosticaba que el hombre es “una pasión inútil”, estos filósofos vislumbraron un punto de partida para la apertura a la alteridad de Dios, Aquél que es el único que puede rescatarlo de su situación de paradoja existencial.

Advertimos que pretender alcanzar nuestra plena felicidad mediante nuestros esfuerzos aislados y autónomos es caer en un círculo vicioso. El poeta y dramaturgo argentino Leopoldo Marechal (†1970) recogía así esta disyuntiva: “«Señor» –le dije–, «clavo la rodilla y la frente, pero ¿cómo salir de la noche doliente?» Y respondió: «En su noche toda mañana estriba: de todo laberinto se sale por arriba»”[26].

Este descubrimiento nos abre una brecha a través de la cual podemos acceder al Dios revelado por Jesucristo. En efecto, no se trata de descubrir un Creador impersonal sino al “Redentor del hombre”, es decir, de los hombres y las mujeres de carne y hueso, situados en una historia particular, con todas sus miserias y limitaciones.

Tal como lo testifican las Escrituras, en la disyuntiva entre una vida cerrada sobre su propio sufrimiento, miserias y contradicciones y una vida abierta a la liberadora oferta de amistad divina, se juega el drama de toda la historia de la Salvación. Es una encrucijada y una opción que sigue acompañándonos en nuestra propia historia personal y comunitaria.

La Constitución Gaudium et Spes señala esta misma disyuntiva: El ateísmo moderno “lleva el afán de autonomía humana hasta negar toda dependencia del hombre respecto de Dios. Los que profesan este ateísmo afirman que la esencia de la libertad consiste en que el hombre es el fin de sí mismo, el único artífice y creador de su propia historia”. Cuando falta ese fundamento divino “los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación (...) Todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, percibido con cierta oscuridad...”[27].

Lejos de ser una salvación ajena a lo humano y terrenal, la Buena Nueva de Jesucristo tiene, de suyo, algo decisivo para decirnos para nuestra vida concreta: se trata de un mensaje de redención existencial de nuestra situación paradójica, aquí y ahora, a la vez que se proyecta a un futuro abierto a una realización definitiva. Volveremos, de modo reiterado, sobre la afirmación clave de esta Constitución: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”[28].

 

 “…De todo laberinto se sale por arriba”  (Leopoldo Marechal).

 

 

d. La voluntad de infinito según Maurice Blondel

Vimos cómo el dinamismo de auto–trascendencia no es exclusivo de nuestro intelecto, indagando en el deseo de infinito en nuestra alma. El filósofo católico francés Maurice Blondel (†1949) nos aporta una visión complementaria, partiendo de la acción humana. Cada mañana, cuando nos levantamos y enfrentamos las complejidades del nuevo día, aun cuando no seamos conscientes de ello, estamos postulando implícitamente con nuestro obrar nuestra confianza en un sentido que justifique nuestros afanes. Blondel planteó con detenimiento y profundidad este tema en su famosa obra “L'Action” (1893, reeditada y extendida en dos tomos en 1936 y 1937).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cuenta el propio Blondel cuál fue la intención de su trabajo: disipar un equívoco según el cual el cristianismo católico no merecería la menor consideración por estar en franca oposición con el principio de la autonomía personal, que es considerada la conquista más elevada de los tiempos modernos. Es preciso demostrar que el cristianismo no viene solamente desde fuera; si así fuese, sería antinatural. Con tal fin, nuestro pensador adhiere al “principio de inmanencia”, según el cual toda doctrina, para ser admitida, debe corresponder con algún dinamismo interno.

El hombre tiende al infinito, quiere poseerlo, observa Blondel; pero siente que no puede hacerlo con sus solas fuerzas. Rechazando el don sobrenatural, el hombre se inflige a sí mismo una grave herida a su propia naturaleza. Una filosofía que quiera ser consecuente con sus exigencias más racionales deberá dejar un espacio para lo sobrenatural[29]. Teniendo siempre a la vista esta perspectiva, hilvanará por etapas su pensamiento.

Blondel se propone analizar primeramente la dinámica de la acción, presente en cada circunstancia de nuestra existencia, a fin de mostrar su insuficiencia natural para darnos la anhelada realización (las tres primeras Partes de “L’Action”), y postular así la necesidad de la apertura a un don sobrenatural (la 4ª Parte), y la necesidad de tomar en serio la idea de la revelación tal como la propone el cristianismo (5ª y última Parte)[30].

Comienza el filósofo francés con un planteo cuya dialéctica irá especificando en sus variadas consecuencias a lo largo de la obra. “¿La vida humana tiene o no tiene un sentido? ¿El hombre tiene o no tiene un destino? Yo actúo, pero sin saber siquiera lo que es la acción, sin haber deseado vivir, sin conocer exactamente ni quién soy ni siquiera si soy”[31]. A partir de estos provocativos cuestionamientos, Blondel irá desarrollando un método fenomenológico[32]. Así, en lugar de buscar afirmaciones metafísicas sobre la realidad objetiva, se centrará en describir a la acción como un acto surgido de la conciencia del sujeto que la produce, y cómo ésta le manifiesta la idea del infinito[33].

La acción no es un hecho más en nuestra vida, sino una necesidad imposible de soslayar. La renuncia a toda acción o, incluso, el suicidio, son, como tales, actos concretos[34]. La acción del sujeto se despliega en una vasta gama de escenarios, desde los fenómenos más elementales de su corporeidad, pasando por los actos conscientes de su esfera individual, familiar, política, laboral, hasta alcanzar, incluso, cierto grado de universalidad. Puesto que la persona humana no es una totalidad aislada, “es preciso que actúe para los demás, con los demás, por medio de los demás”. En última instancia, hay tan estrecha ligazón entre los miembros de la comunidad humana, que es “imposible concebir una sola acción que no se extienda en ondas infinitas, mucho más allá del fin que parecía pretender”[35].

En este actuar el hombre descubre una inadecuación o desproporción permanente entre su deseo infinito (“volonté voulante”, voluntad deseante) y sus realizaciones concretas e inmediatas, fruto de su querer espontáneo y libre (“volonté voulue”, voluntad querida). De esta distancia surge, incontestable, la insuficiencia de su acción para satisfacer este conflicto. La exigencia de su voluntad, advierte Blondel, “es a la vez necesaria e impracticable. He aquí en forma brutal las conclusiones del determinismo de la acción humana”[36]. En vano procura la persona adecuarse totalmente a sí misma, incitada por esta tendencia de auto-superarse, tendencia continuamente frustrada pero imposible de ser acallada. Se trata, no sólo de una falta de concreción de hecho, sino de una suerte de “inacababilidad” natural, que constituye una brecha abierta en la trama misma de su existencia[37].

El hombre descubre, angustiado, que la solución “parece necesaria y sin embargo inaccesible”[38]. Llegada a este punto límite, la acción humana se encuentra en una situación de crisis, consciente de ser incapaz de generarse a sí misma como “algo totalmente autosuficiente y escapar así de la necesidad del querer”[39]. La persona se ve compelida a participar de este combate existencial, sin poder renunciar ni escapar: “…No puedo ni detenerme, ni retroceder, ni avanzar solo…”[40]. Se encuentra inmersa en esta dialéctica entre lo indispensable y lo inaccesible, entre lo necesario y lo imposible, que impulsa sus pasos[41].

Podemos entonces intentar, de modo desesperado, fabricarnos un dios a nuestra medida. Al querer capturar y dominar lo infinito cual objeto finito, convertimos lo infinito en finito y lo finito en infinito[42]. Se trata de una actitud supersticiosa e idolátrica que desemboca en un callejón sin salida.

No obstante, apunta Blondel, existe una alternativa: debemos aceptar que nuestras acciones por sí mismas no pueden satisfacer nuestro deseo; sólo cabe mantenernos abiertos hacia el Infinito, confiando en un eventual don. Es esta misma acción, entonces, la que nos lleva a asumir la hipótesis de este don sobrenatural que sale libremente al encuentro de nuestra indigencia[43]. Se trata de reconocer, a partir del mismo despliegue de nuestra existencia, que hay un abismo que separa lo conseguido y lo aspirado, un abismo infinito que es preciso salvar, y que sólo puede ser salvado por otro, Dios mismo[44].

Este Dios no es aún el de la revelación cristiana, sino que es presentado bajo la forma todavía indeterminada de lo “necesario pero inaccesible”. Blondel no pretende demostrar que es necesaria la manifestación de Dios (lo que comprometería su acción soberanamente libre), sino que el hombre debería acoger este don divino, en caso de que éste se manifestara[45]. Sin embargo, nuestro pensador propone este eventual acontecimiento como hipótesis razonable y coherente con la fe cristiana, pues ésta aparece como una respuesta apropiada a ese querer humano anhelante e insatisfecho[46]. En suma, para dar sentido a su vida, la persona tiene que estar abierta a la posibilidad de la intervención de Dios, tal como la proclama la fe cristiana[47].

 

El infinito se experimenta a la vez como una necesidad

y una aspiración irrealizable.

La paradoja sólo puede ser resuelta por un don de Dios

 

 

2) Objeciones a los argumentos de la búsqueda humana de infinito

a. Dios, una auto-proyección del hombre[48]

El alemán Ludwig Feuerbach (†1872) fue posiblemente el primer filósofo ateo de la modernidad. En su obra de 1841 “Esencia del Cristianismo”, Feuerbach situó el origen mismo de la religión en una proyección alienada del hombre. La religión existe como una mera satisfacción de una carencia interior: “El hombre pone necesariamente en la religión su esencia fuera de sí (…) Dios es su otro yo, su otra mitad perdida”[49].

Feuerbach postuló que Dios no es más que “el espejo del hombre”[50], “una revelación solemne de los tesoros ocultos del hombre”[51]. El hombre auto-proyecta sus necesidades y asigna a Dios lo que ha negado anteriormente de sí mismo[52]; de este modo, una persona débil buscará en el cielo un Dios todopoderoso; una persona desprotegida, un Dios padre; una persona pobre, un Dios rico[53]. El ser humano, pues, imagina ilusoriamente que sus bienes se encuentran en lo alto, plasmados en un Dios creado a su imagen.

En vista de estas consideraciones, este filósofo reclamó de manera programática negar a Dios para afirmar al hombre[54], impulsando un nuevo giro antropocéntrico, donde se cambiara la teología por la antropología. Declaró la necesidad de volver sobre la interioridad humana en lugar de seguir mirando al cielo. Mientras Dios exista como ilusión esclavizante, el hombre no podría vivir.

b. Dios, suspiro del oprimido[55]

Discípulo de Feuerbach y también alemán, el filósofo Karl Marx (†1883) tomó de su maestro la idea de la religión como proyección. En la introducción a su temprana “Crítica a la filosofía del derecho de Hegel” (1843), obra en la que sentó las bases de su crítica religiosa, sostenía que “el hombre hace la religión; la religión no hace al hombre”[56]. Veía a la fe cristiana como “el suspiro de la criatura agobiada, el estado de ánimo de un mundo sin corazón”[57].

Veía la religión como una “superestructura” creada por el pueblo en una actitud de resignación ante su sojuzgamiento. El trabajador oprimido prefiere imaginarse un cielo donde será finalmente feliz, y así poder sobrellevar mansamente las injusticias de esta vida. Por eso Marx consideraba la religión como “opio del pueblo”[58], para aliviar la injusta situación de explotación de los obreros.

c. Dios, “ilusión infantiloide”[59]

El neurólogo austríaco Sigmund Freud (†1939) fue mundialmente reconocido como el descubridor del sustrato de lo inconsciente en la psiquis humana y el fundador de la técnica del psicoanálisis. Afirmaba Freud que el ser humano es una realidad pulsional, expresión de sus básicos instintos de “eros” (amor) y “tánatos” (muerte)[60]. La imposición social obliga al hombre a renunciar a estos impulsos, transformándolos así en deseos insatisfechos. Así, el hombre, frustrado, tenderá entonces a fugarse de la realidad en busca de soluciones sustitutivas que puedan sublimarlos. Es aquí donde la religión juega su papel fundamental[61].

Los escritos de Freud sobre la religión que mayor repercusión han tenido son El porvenir de una ilusión (1927) y El malestar de la cultura (1930), en los que pretendió explicar la actitud religiosa mediante ciertos mecanismos psico-patológicos. Sus pacientes con comportamiento neurótico-obsesivo se caracterizaban por la repetición rigurosa y secuencial de ciertos actos “desprovistos de sentido”, pero cuya omisión les acarreaba culpa y temor. Así, Freud creyó ver en la religión la manifestación analógica de una “neurosis obsesiva universal”[62]. Percibió la liturgia cristiana como la mejor encarnación del paralelismo con esta neurosis; en ella, el celebrante repite escrupulosamente unos gestos aparentemente ilógicos pero que estima de decisiva importancia. Freud concluía así que la religión no es más que el intento de satisfacción de deseos inmaduros[63]. Dios es fruto de una mentalidad neurótica, una simple “ilusión infantiloide”, pues retrasa la maduración del ser humano[64].

3) Respuesta desde la fe

a. Respuesta a Feuerbach[65]

Como primera aproximación, debemos señalar la falacia lógica de la impugnación feuerbachiana de la existencia de Dios: así como es dable buscar tanto un real manantial para mi sed como una ilusoria isla repleta de tesoros para mi indigencia, la proyección no concluye de suyo sobre la existencia o inexistencia de lo buscado.

Allí donde Feuerbach veía en esta búsqueda una alienación, San Agustín la consideraba una llamada de Dios mismo para que el hombre se ponga en marcha hacia Su presencia: “Nos hiciste Señor para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en Ti”[66]. Lejos de la acusación del pensador alemán, el Santo de Hipona afirmaba que el camino para el encuentro de Dios comienza precisamente por la introspección que aquél demandaba. El Señor puede ser hallado en la medida que el hombre sea capaz de recorrer con valentía el camino hacia el interior de sí mismo: “Pero Tú estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo supremo de mi ser”[67].

b. Respuesta a Marx[68]

Ante la imputación marxista a la fe cristiana de que la esperanza en el cielo conlleva una indiferencia por el mundo, Kreeft se pregunta: ¿acaso es despreocuparse por el presente que una madre embarazada imagine cómo será su hijo? Su esperanza de verlo plenamente realizado, ¿no incentivará, en lugar de descuidar, los cuidados de su bebé en gestación? Asimismo, “¿cuáles son los caminos que se mantienen más transitables? ¿Los que van hacia minas de oro o hacia pueblos fantasmas?”[69]

Según el documento conciliar “Gaudium et Spes”, la fe en Dios, lejos de apartar al hombre de la construcción del mundo, convierte a esta tarea en un incentivo incondicional y un deber evangélico. Queda pues establecido incontestablemente que el cristiano debe comprometerse con su historia presente, luchando por la promoción humana[70]. Esta vocación se vive en el delicado equilibrio entre el eje vertical (con Dios) y el horizontal (con sus prójimos y con el mundo) que vertebran su cosmovisión.

c. Respuesta a Freud[71]

Sometidas a una interpretación atea, podrían ciertamente establecerse analogías superficiales entre ciertas actitudes del creyente y algunas manifestaciones psicopáticas. Sucede que, excluida la certeza fundamental de un Dios actuante en la historia y en el hombre, será casi inevitable considerar al hombre de fe como un alienado, y a Dios como un subproducto de su psiquis enferma. Puesto que Freud parte de su convicción de la inexistencia de Dios, éste no puede ser sino una “ilusión infantiloide”, un espejismo de la mente alienada.

Reparemos en esta conclusión, que muchos pensadores ateos podrían suscribir: “Dios es un fenómeno «de» la mente”. En el empleo de la preposición “de” verificamos una “petición de principio” (es decir, una toma de postura sin una previa fundamentación). Es evidente que el creyente necesita representar de algún modo a Dios en su mente, como un momento dialéctico en su proceso de relación con Él; sin embargo, este hecho no autoriza una extrapolación que suplante este “en” por el “de” antecitado, dictaminando no ya una presencia sino una pertenencia de Dios a la psiquis humana.

Los estudios más serios de la “fenomenología de la religión”, iniciados hacia principios del siglo XX, han establecido la especificidad del hecho religioso, con manifestaciones propias e irreductibles a otras ciencias[72]. Por otra parte, las investigaciones psicológicas de Carl Jung (†1961) y Erich Fromm (†1980), entre tantos otros, revalorizaron el papel de la religión y su relación con el inconsciente. Víctor Frankl (†1997), también psicoterapeuta austríaco, constituye, tal vez, el ejemplo más relevante. Frankl desarrolló la logoterapia, una terapia donde se busca el encuentro del paciente con su propio sentido existencial. Lejos de ver en la religión un escape neurótico, Frankl sostenía que en el descubrimiento del paciente de su propia interioridad acontecía un hallazgo de su sentido último y una consiguiente liberación de sus neurosis[73].

Cerremos este apartado refiriendo cómo Kreeft y Tacelli replican, mediante una acertada analogía, a la denuncia de Freud de la religión como evasión neurótica de la realidad: “¿Es acaso «escapismo» que un bebé aún no nacido sueñe con su nacimiento?”[74]

 

[1] Larrañaga, I., Muéstrame tu rostro, Madrid, 1979, p. 134s.

[2] Borges, J. L., El Aleph, Buenos Aires, 1949, p. 125.

[3] Leopardi, Giacomo, Cantos, Dedicatoria.

[4] Rubén Darío, Lo fatal.

[5] Viel Temperley, H., Pabellón Británico.

[6] Rébora, Clemente, Sacos de tierra en los ojos, v. 13. Cit. en Giussani, L., El Sentido Religioso, Madrid, 1987, p. 182.

[7] Pascal, B., Op. Cit., n. 205.

[8] Ibid.,72.

[9] Boros, L., Encontrar a Dios en el hombre, Salamanca, 1970, p. 62.

[10] Giussani, L., El Sentido Religioso, Madrid, 1987, p. 74s.

[11] Volveremos un poco más adelante a analizar la perspectiva de este filósofo.

[12] Cit. en Latourelle, R., El hombre y sus problemas a la luz de Cristo, Salamanca, 1984, p. 220-221.

[13] Dolina, A., “El tango de la muerte” en la Opereta “Lo que me costó el amor de Laura”, Buenos Aires, 1999.

[14] Sartre, J. P., El Ser y la Nada, Buenos Aires, 1989, p. 654.

[15] Ibid., p. 747.

[16] Bouillard, H., Op. Cit., p. 25-26.

[17] Móntale, E., “La agave en el escollo” en Huesos de sepia, Madrid, 1975, p. 101, Cit. en Giussani, L., Op. Cit., p. 52.

[18] Kasper, W., El Dios de Jesucristo, Salamanca, 1985, p. 15.

[19] En adelante, GS.

[20] GS 21.

[21] Barron, R., “Religion and the Opening Up of the Mind” en https://www.youtube.com/watch?v=enDhX49F3XI.

[22] Manes, F, y Niro, N., Usar el cerebro. Conocer nuestra mente para vivir mejor, Buenos Aires, 2014, p. 92s.

[23] Kreeft, P. y Tacelli, R., Op. Cit, p. 26-27; mismos autores, Handbook Of Catholic Apologetics: Reasoned Answers To Questions Of Faith, San Francisco, 2009, p. 68s.

[24] Lewis. C. S., Op. Cit., p. 89.

[25] Pascal, B., Op. Cit., n. 555; Cf. Juan Pablo II, Exhortación Catechesi Tradendae (1979), n. 60.

[26] Marechal, L., “Laberinto de Amor”, Buenos Aires, 1936.

[27] GS 20.

[28] GS 22.

[29] Gaboardi, A., Op. Cit, p. 51.

[30] Cf. Ibid., p. 214.

[31] Blondel, M., L'Action, VII. (Cit. en Latourelle, R., Op. Cit., p. 211).

[32] Es decir, el método que se centra en analizar lo que es observable o lo que aparece ante nuestros sentidos, poniendo “entre paréntesis” toda elaboración metafísica.

[33] Cf. Blanchette, O., Maurice Blondel. A Philosophical Life, p. 67.

[34] Cf. Latourelle, R., Op. Cit., p. 211.

[35] Blondel, M., Op. Cit., p. 198. (Cit en Latourelle, R., Op. Cit., p. 219).

[36] Ibid., p. 319. (Cit en Latourelle, R., Op. Cit., p. 220).

[37] Cf. Latourelle, R., Op. Cit., p. 201.

[38] Blondel, M., Op. Cit., p. 322. (Cit. Latourelle, R., Op. Cit., p. 221).

[39] Cf. Blanchette, O., Op. Cit., p. 72.

[40] Blondel, M., Op. Cit., p. 339. (Cit en Latourelle, R., Op. Cit., p. 222).

[41] Cf. Latourelle, R., Op. Cit., p. 231.

[42] Ibid., p. 219; Leonard, A., Pensamiento Contemporáneo y Fe En Jesucristo, Madrid, 1985, p. 212.

[43] Cf. Leonard, A., Op. Cit., p. 213.

[44] Cf. Blanchette, O., Op. Cit., p. 73.

[45] Cf. Latourelle, R., Op. Cit., p. 212; p. 221.

[46] Cf. Ibid., p. 212.

[47] Cf. Ibid., p. 201s.

[48] Bollini, C., Op. Cit., p. 59s.

[49] Feuerbach, L., La esencia del Cristianismo, Salamanca, 1975, p. 232.

[50] Ibid., p. 110.

[51] Ibid., p. 62.

[52] Cf. Ibid., p. 74.

[53] Cf. Ibid., p. 119.

[54] Cf. Kasper, W., Op. Cit., p. 44.

[55] Bollini, C., Op. Cit., 263s.

[56] Marx, K., Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, México, 1962, p. 21.

[57] Id.

[58] Id.

[59] Bollini, C., Op. Cit., 106s.

[60] Cf. Freud, S., El malestar de la cultura en Obras Completas, tomo XXI, Buenos Aires, 1986, p. 115.

[61] Cf. Ibid., p. 94; 123s.

[62] Freud, S., El porvenir de una ilusión en Obras Completas, tomo XXI, p. 43.

[63] Cf. Freud, S., art. “Los actos obsesivos y los ritos religiosos” (1907).

[64] Freud, S., El porvenir de una ilusión en Op. Cit., p. 17s; 30s.

[65] Bollini, C., Op. Cit., 61s.

[66] San Agustín, Confesiones, 1,1.

[67] Ibid., 3,11.

[68] Bollini, C., Op. Cit., 64s.

[69] Kreeft, P. y Tacelli, R., Op. Cit., p. 225-226.

[70] Cf. GS 21; 34; 39; 43; 57.

[71] Bollini, C., Op. Cit., 107s.

[72] Cf. Velasco, J., Introducción a la fenomenología de la religión, Madrid, 1982, p. 57.

[73] Cf. Frankl, V., El hombre en busca del sentido, Barcelona, 1991; La presencia ignorada de Dios, Barcelona, 1994; En el principio era el sentido, Barcelona, 2000; etc.

[74] Kreeft, P. y Tacelli, R., Op. Cit., p. 225-226.

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 2. La belleza de la Revelación:

experimentar la maravilla de la Revelación divina

 

El momento inicial de esta parte (que trata el sendero apologético del corazón), estaba destinado a que el escéptico admitiera (al menos como hipótesis a sopesar) la sed de infinito que anida en todo ser humano y la consiguiente necesidad de trascender la horizontalidad de su búsqueda.

Ahora, como siguiente paso en nuestro desarrollo apologético, reforzaré esta perspectiva espiritual a ser compartida con nuestro interlocutor: vimos recién que ese Absolutamente Otro no es sólo accesible a través de la razón (como en las anteriores secciones), sino también mediante el dinamismo del deseo y la voluntad de infinito que anidan en el corazón humano. Ahora avanzaremos otro paso: la Revelación culminada en Jesús no sólo se identifica con la plena Verdad; también se manifiesta para el ser humano como Bella y Amable. Nos referiremos ahora a estos rasgos, profundamente interrelacionados, procurando mostrar que éstos también constituyen un poderoso argumento para dar razón de la fe.

Es oportuno aclarar aquí que algunos de los argumentos que expondremos ahora no están directa ni necesariamente destinados a los no creyentes (como sí lo estuvieron los expuestos hasta aquí). Antes bien, varios de ellos servirán para animar a los mismos apologistas a que participen a los no creyentes de la evidencia de la belleza de Jesucristo.

Afirmábamos en la introducción que el primer objetivo del apologista es fundamentar la verdad objetiva del catolicismo. No obstante, hemos visto también que la apología clásica cayó frecuentemente en la equivocación de subestimar la dimensión de la subjetividad de su oyente. Por eso, el itinerario de esta Parte adopta una estrategia diferente, reconociendo que muchas personas no considerarán la verdad de la fe, a menos que adviertan que ésta tiene un real impacto existencial en sus vidas concretas. Si se pudiera establecer que el cristianismo de hecho satisface los anhelos más profundos del hombre, los no creyentes se encontrarían más propensos a considerar e, incluso, acoger sus doctrinas.

Algunos teólogos, como Hans Urs von Balthasar, buscaron integrar ambos enfoques, el objetivo y el subjetivo, para la teología en general y la apología en particular[1]. En el 2º apartado estudiaremos detenidamente su perspectiva. Ahora comenzaremos planteándonos la plausibilidad de un método apologético basado en la belleza de la Revelación.

1) La belleza del acontecimiento de Jesucristo como posible camino hacia la fe

¿Pueden razones de naturaleza estética poseer, en verdad, un poder persuasivo real, tal como lo tienen los argumentos intelectuales?

En el libro de la Sabiduría puede leerse cómo desde la hermosura de las cosas se puede llegar a la hermosura de Dios por analogía (Sab 13,5); los grandes místicos y santos, por su parte, refieren un salto cualitativo cuando ellos se topan con la hermosura misma de Dios, experiencia que es imposible trasponer en términos filosóficos. Surge entonces la cuestión de cómo esta belleza divina puede ser un camino auténticamente apologético, apto para poder ser presentado a los escépticos.

Padres de la Iglesia como San Ireneo de Lyon (†202), San Gregorio de Nisa (†394), el Pseudo Dionisio (†siglo VI?) y San Máximo Confesor (†662), asumieron esta temática, reflexionado sobre cómo la Revelación de Jesucristo provoca este asombro y maravilla en el oyente de la Palabra. En la teología moderna, como ya mencionamos, destaca indiscutidamente el logro imponente de Hans Urs von Balthasar, cuya inmensa trilogía teológica, en sus etapas sucesivas de estética, dramática y lógica, inaugura genuinamente un nuevo tipo de discurso teológico, que ha producido abundantes frutos[2].

El P. John Cihak afirma que “en la América contemporánea, la mayoría de las personas no se conmueven por afirmaciones de verdad o bondad. El relativismo ha hecho que la verdad sea lo que cada uno quiera, convirtiendo lo bueno en lo que hace sentir bien al individuo. Entonces, ¿cómo se puede involucrar al no creyente promedio? ¿Cómo puede colocárselo en el camino que lo lleve de regreso a la Verdad y el Bien? Mostrándole la belleza de la fe”[3].

Cuando les hablamos de la verdad se nos responde a menudo con un bostezo, prosigue Cihak, y ante un discurso sobre el bien nos topamos con una mirada de incomprensión. Nuestros interlocutores, nublados por el relativismo, “no parecen conmoverse mucho por las afirmaciones de verdad o bondad”. Sin embargo, la atención parece despertarse “ante la mención de la belleza: el destello de un rayo en el cielo, los dramáticos colores rojizos de un atardecer de verano tardío, un fragmento sublime de música, ya sea el Requiem de Mozart o un solo de guitarra de David Gilmour”. Un encuentro aún más intenso se produce ante el amor humano: “Aunque tal vez oscurecido por lo que es verdadero y bueno, el corazón posmoderno aún está cautivado por la belleza que revela el amor, y este puede ser el camino a Cristo para muchos ciudadanos del mundo posmoderno”[4].

David Hart en su obra “The Beauty of the Infinite. The Aesthetics of Christian Truth” comienza reflexionando acerca de la idea misma de la belleza. Ésta, señala nuestro autor, posee una dimensión objetiva: “lo bello no es una ficción del deseo, ni su naturaleza se agota por una fenomenología del placer (…) Hay una entrega prodigiosa ante lo bello; se descubre con asombro en la percepción de lo fortuito, lo extraño, lo esencialmente indescriptible…”[5]. Explica Hart que lo que el cristianismo tiene para ofrecer a nuestra cultura no es primariamente un conjunto de argumentos racionales que obligan al asentimiento, al dejar sin palabras a los interlocutores (como en el caso de Sócrates). “Antes bien, se presenta ante el mundo principalmente como la historia acerca de Dios y la creación, la figura de Cristo, la belleza de la práctica de la caridad cristiana y la riqueza retórica de su idioma”[6].

El Obispo Robert Barron, uno de los mayores apologistas católicos de la actualidad[7], expresó que existe un gran número de católicos que considera “la radiante belleza de Jesucristo como el fundamento para sumarse a Él en una propuesta de fe en el amor”. No resultan necesarios para ellos “argumentos complicados basados en la historia o en la crítica de las fuentes. Aquellos que han hallado la suprema revelación de Dios en Jesucristo y se han unido a la comunidad de fe reconocen llenos de gozo que han recibido un don de valor incalculable”. En pocas palabras, la belleza es como “la punta de flecha de la evangelización”; una especie de cuña que se introduce en los corazones y las mentes de los destinatarios del mensaje[8].

En otro lugar, enfatiza esta idea: “Comienza con lo bello, que te lleva a lo bueno, que te lleva, a su vez, a la verdad. Cuando te cautiva la belleza de lo bello, te atrae lo bueno. Te preguntas: «¿Cómo participo en la vida que hizo posible esta belleza?» Una vez que vivimos esa vida de bondad, advertimos también la verdad”[9].

En su intervención en el Sínodo para la juventud, Barron volvió sobre este tema: “…nuestra apología y nuestra catequesis deberían caminar por la vía de la belleza, la via pulchritudinis, como el papa Francisco ha dicho en la Evangelii Gaudium. Especialmente el contexto de nuestra cultura postmoderna, empezar por la verdad y la bondad (qué creer y cómo comportarse) está, a menudo, contraindicado, ya que la ideología de auto-realización está firmemente arraigada. Sin embargo, el «tercer trascendental»[10], la belleza, ha resultado ser un camino más atractivo y menos comprometedor. Y parte del genio del catolicismo reside en que, consistentemente, ha abrazado la belleza: en canciones, poesía, arquitectura, pintura, escultura y liturgia. Todo esto nos proporciona una fuerte matriz evangelizadora"[11].

Éstos son los pasajes de la exhortación Evangelii Gaudium del Papa Francisco en los que Barron se había inspirado: “Es bueno que toda catequesis preste una especial atención al «camino de la belleza» (via pulchritudinis). Anunciar a Cristo significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo algo verdadero y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas. En esta línea, todas las expresiones de verdadera belleza pueden ser reconocidas como un sendero que ayuda a encontrarse con el Señor Jesús"[12].

También Benedicto XVI se había referido a la belleza de la liturgia, a la que Barron hace referencia: “Belleza y liturgia: la relación entre el misterio creído y celebrado se manifiesta de modo peculiar en el valor teológico y litúrgico de la belleza. En efecto, la liturgia, como también la Revelación cristiana, está vinculada intrínsecamente con la belleza: es «veritatis splendor» (esplendor de la verdad). En la liturgia resplandece el Misterio pascual mediante el cual Cristo mismo nos atrae hacia sí y nos llama a la comunión. (…) Este atributo al que nos referimos no es mero esteticismo sino el modo en que nos llega, nos fascina y nos cautiva la verdad del amor de Dios en Cristo (…) La belleza, por tanto, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación”[13].

El apologista Matt Nelson también incluye la belleza de la fe como uno de los puntos fundamentales para mostrar al escéptico, citando al mismo Barron: “El cristianismo es hermoso (…) En una conferencia de 1970, Alexandr Solzhenitsyn, novelista ruso y sobreviviente de los campos de trabajo soviéticos, afirmó que «el poder convincente de una verdadera obra de arte es completamente irrefutable, y obliga incluso a un corazón adverso a rendirse». Así, a través de lo visible, lo invisible se vuelve inteligible. Lo bello es inimaginable, incluso desarmador, lo que lo convierte en un atractivo punto de partida para el evangelismo. Como dijo el obispo Robert Barron: «La belleza es la punta de flecha de la evangelización». No hay un icono más atractivo que el del Dios Jesucristo (Col 1,15)”[14].

Veremos a continuación algunos fundamentos en el NT para presentar un caso convincente a partir de esta dimensión estética de la fe. En el siguiente apartado expondremos la que es, sin duda, la mejor realización de este argumento: la apología estética de Hans Urs von Balthasar.

Consignaré primeramente un episodio clave, incluido en los tres Evangelios sinópticos, donde se narra una manifestación de la “hermosura” de Jesús:

  • Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevo a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: «Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo»” (Mc 9, 2-7, par. Mt 17,1-6, Lc 9,28-35).

El Evangeista Lucas destaca en este episodio una circunstancia excepcional: “…Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y vieron la Gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él…” (Lc 9,32).

El monte elevado evoca el Sinaí, donde Moisés se encontró con Dios y desde dónde descendió con el rostro iluminado por la Gloria de Dios (Ex 29-35)[15]. La transfiguración presenta a Jesús irradiando la misma luz celestial que Moisés y Elías habrían contemplado sobre el Horeb, ahora convertido en el centro de la nube luminosa de la presencia divina en la que introduce a sus discípulos[16].

En los relatos de los Evangelios de Marcos (9,2-8) y de Mateo (17,1-8) Jesús “se transfiguró” (μετεμορφώθη) ante ellos. Es decir, cambio de forma o apariencia, tal como en Mc 16,12 Cristo resucitado se aparece a los discípulos de Emaús “bajo otra figura”. Ambos evangelistas acumulan metáforas y comparaciones para expresar la manifestación gloriosa de Jesús: la expresión “sus vestiduras se volvieron resplandecientes” evoca el anuncio del ángel de su resurrección (Mt 28,3), y de figuras apocalípticas victoriosas (Apoc 7,9). Mateo describe el rostro de Cristo resplandeciente como el sol, tal como los justos que brillarán en el reino del Padre (13,43)[17].

En el relato de Lucas (9,28-36), Pedro y sus compañeros vieron la Gloria (δόξανi) de Cristo (v. 32). En el NT la Gloria es la irradiación del poder y la santidad divinos. Es la misma Gloria que ya lo acompañaba en su nacimiento (Lc 2, 9) y que se manifestó en su bautismo (4, 21). Son signos precursores de “la venida del Hijo del hombre en su gloria” (Mt 24,30; Cf. Mc 8,38)[18], pero, a la par, aluden a la Gloria de la resurrección de Cristo, que sucederá a su pasión y muerte[19]. En efecto, cuando Cristo hace referencia a la muerte ignominiosa que le espera, también anuncia su resurrección. Son como las dos caras de una misma moneda. Los tres apóstoles, que luego presenciarán y experimentarán la angustia y la amargura en Getsemaní, son los que preguntan y contemplan extasiados este anticipo de la glorificación definitiva[20].

ÉI posee la Gloria como algo propio; no es un reflejo, como sucedía con el rostro de Moisés (Ex 34,29). De esa Gloria participan todos los que con él mueren en el Bautismo, reflejando “como en un espejo, la gloria del Señor”, y siendo “transfigurados a su propia imagen con un esplendor cada vez más glorioso, por la acción del Señor, que es Espíritu” (2 Cor 3,18)[21].

La “nube luminosa” era una manifestación de la presencia de Dios en el Antiguo Testamento (Cf. Ex 16,10; Ex 24,15-28; Ex 40,35; Num 11,25, etc.)[22]. La nube cubre ahora no sólo a los personajes celestes, sino también a los tres discípulos; ellos no son sólo espectadores de aquel acontecimiento, sino partícipes activos de algo que les desborda, pero que les atañe[23].

Juan no refiere este episodio de la transfiguración, pero en él toda la vida de Cristo está invadida por la “Gloria del Padre”. En el Prólogo, introducción y resumen de su Evangelio, dice: “Hemos contemplado su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo Único” (1,14). En su resurrección, Jesús es glorificado (12,23; 17,1.24, etc.). Por último, la voz celestial del Padre respondiendo a la súplica de Jesús: (“Padre, glorifica tu Nombre”): “La he glorificado y la glorificaré otra vez” (12,27) puede considerarse una transcripción de San Juan del episodio de la transfiguración de los Sinópticos[24].

 

Este episodio de la transfiguración de Jesús en el monte Tabor puede enriquecerse, entre otras, con las siguientes citas neotestamentarias:

  • Él es la Imagen del Dios invisible (…) Él es el Principio, el Primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que él tuviera la primacía en todo, porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud…” (Col 1, 15-19)[25]

Se trata del comienzo de un antiguo himno (Col 1,15-20), que constituye una unidad literaria independiente y que fue recogido por el autor de esta Carta[26]. Éste exalta a la persona de Jesucristo como el ícono mismo, el semblante en el que refulge gloriosa la bondad y la sabiduría divinas. Sin recurrir a razonamientos argumentativos, se limita a presentar la figura de Cristo al modo de una alabanza de su grandeza.

Cristo es el nuevo Adán, cabeza de la nueva creación. Así como Adán es creado a imagen de Dios (Gen 1,27) y se le encarga que domine la tierra (Gen 1,28), Cristo como nueva cabeza de la humanidad, cumple finalmente esa misión (Rom 8,29). Imagen (εἰκὼν) implica más que “manifestación visible”; no posee una significación platónica (materialización de la idea celeste) ni neoplatónica (gradual transformación de Dios en mundo por emanación). El sentido, en cambio, está dado por Sab 7,25: la plenitud de la presencia de Dios está en su sabiduría, como un “...espejo nítido de la actividad de Dios e imagen de su bondad” (Heb 1,3). Cristo es imagen por su participación activa en la obra de la creación[27].

Asimismo, la idea de que Dios ha elegido un lugar para morar es propia de la teología deuteronómica: Dios elige el Sinaí (Sal 68,17) y a Sión (Sal 132,13) para habitar y hacerse así accesible al hombre[28]. En Cristo habita todo lo que hay en Dios como poder en la creación y en la resurrección de los muertos. En 2,9 se lo explicita: “porque en Él reside toda la plenitud de la Divinidad”: el concepto de plenitud (πλήρωμα) aparece ya en el AT como plenitud de Dios (Is 6,3); el libro de la Sabiduría presenta una idea que Pablo asumirá luego, a saber, como sabiduría que llena la tierra (Sab 1,7)[29]. La Sabiduría divina se revela ahora plenamente en Cristo, en el que se atesoran toda la sabiduría y el conocimiento de Dios (2,3)[30]

  • Él es el resplandor de su gloria y la impronta de su ser” (Heb 1,3).

Ya el libro de la Sabiduría (7,26) se vale del concepto de Gloria para designar el carácter divino de la sabiduría[31]. Aquí las relaciones del Hijo con el Padre se determinan mediante estas dos metáforas: “reflejo de su gloria” e “impronta de su ser”.

Él es el resplandor (ἀπαύγασμα) de la Gloria (δόξης) de Dios. Este resplandor tiene dos acepciones: fulgor, como la luz que irradia el Sol, y reflejo, como la luz de la Luna. Aquí con toda probabilidad se alude al fulgor: Jesús es el resplandor de la Gloria de Dios entre los hombres. Si Dios es luz, el Hijo es la misma luz brillando en este mundo. La expresión describe tanto la Gloria trascendente que caracteriza al Padre y al Hijo, como el hecho de que en la encarnación esta Gloria resplandece en nuestro mundo. Es solamente por medio del resplandor que vemos la luz, como una extensión de la Gloria de Dios[32].

Este pasaje de Hebreos afirma también que Jesús era la impronta (χαρακτὴρ) de la misma esencia (ὑποστάσεως) de Dios. Impronta en griego puede significar tanto el sello mismo como impresión exacta que éste hace en la cera, el lacre o el papel[33]. Dios mismo “estampó” en su Hijo el “sello” divino de su ser. El Hijo es el mediador que posee la Gloria de Dios por naturaleza, lleva la impronta exacta del ser del Padre desde la eternidad[34]. En suma, que Jesús sea la “impronta de su ser” significa que es la perfecta imagen de Dios[35].

Determinada la relación esencial del Hijo con Dios mediante los dos conceptos característicos “reflejo” e “impronta”, se menciona luego sucesivamente y en pocas palabras su función con respecto al universo[36] y su obra redentora dentro de la historia[37].

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Juan Pablo II ha unido los pasajes de ambas Cartas en su Encíclica “Veritatis Spendor” acerca del “resplandor de la verdad” que dimana del rostro de Cristo: “La luz del rostro de Dios resplandece con toda belleza en el rostro de Jesucristo, «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), «resplandor de su gloria» (Heb 1,3)…”[38].

-o-

¿Qué podemos sacar en limpio de estos pasajes neotestamentarios para considerar la factibilidad de una apología desde la estética?

Von Balthasar afirma que lo bello llega a nosotros atravesando los límites que dividen lo ideal de lo real, lo trascendente de lo inmanente, lo sobrenatural de lo natural. Se superan los límites racionales entre lo lejano y lo cercano, lo grande y lo pequeño, lo ausente y lo presente, lo espiritual y lo material. La belleza cruza cada límite, manifestando así al Dios que trasciende estas divisiones[39].

En efecto, si nos detenemos en exceso en estas divisiones y distinciones y desde una razón analítica, corremos el riesgo de “pavimentar” un misterio esencialmente es inefable, iluminándolo con potentes reflectores y claras señales de tránsito[40]. El Papa Francisco en su Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium” (2013) alerta acerca de “los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrar” a Jesucristo, quien, sin embargo, “nos sorprende con su constante creatividad divina”[41]. Precisamente de estos ejercicios racionalistas viene a rescatarnos la percepción simple y unitiva de la belleza divina.

No obstante, alguien que se acerca a la fe desde fuera no se ha acostumbrado a estas categorías rutinarias de una fe sin sobresaltos ni interpelaciones, y puede percibir la frescura de la Revelación y su revolucionaria originalidad. Se trata de una fe cuya proclamación escandalizó y desconcertó ya a los oyentes de los profetas del Antiguo Testamento, y que encontró su culminación en Jesús[42]. La paz que viene de Dios “excede todo lo que podemos pensar” (Fil 4,7) y el amor de Cristo “supera todo conocimiento” (Ef 3,19). Así pues, el no creyente tiene con frecuencia, paradójicamente, un potencial mayor de verse conmovido y cautivado por la fe cristiana…

Así pues, este camino propone al apologista abrir la puerta a la belleza de los textos bíblicos y de los místicos e invitar a los escépticos sensibles a lo estético a que se dejen enamorar por ella.

Antes de detenerme en la visión de von Balthasar, cerraré este apartado de consideraciones teóricas, compartiendo, entre una multitud de testimonios disponibles, dos experiencias concretas y singulares del impacto profundo que puede llegar a tener el encuentro con la belleza divina. El primer caso es de uno de los más grandes místicos de la historia (San Juan de la Cruz) y el otro, el de un famoso periodista y escritor francés (André Frossard) narrando su conversión:

San Juan de la Cruz (†1591) traduce en uno de sus Cánticos su experiencia mística indescriptible por medio de una estrofa lírica en la que reitera como letanía el término “hermosura” para calificar a Dios; lleva el lenguaje a extraordinarias alturas mediante esta redundancia, convirtiendo esta poesía “en el símbolo que le da musicalidad al texto”[43]. El descubrimiento del atributo de la belleza de Dios (pronunciada de los labios de la esposa hacia su Esposo, al modo del libro del Cantar de los Cantares) “le conduce a la misma esencia del Creador”. Es allí desde donde San Juan “valida e interpreta su experiencia, desde donde evidencia la Gloria de la Cruz desde donde rompe la inefabilidad para hablar de ese Dios trascendentemente inmanente”[44]:

...que de tal manera esté yo transformada en tu Hermosura, que, siendo semejante en Hermosura, nos veamos entrambos en tu Hermosura, teniendo ya tu misma Hermosura; de manera que, mirando el uno al otro, vea cada uno en el otro su Hermosura, siendo la una y la del otro tu Hermosura sola, absorta yo en tu Hermosura; y así te veré yo a ti en tu Hermosura, y tú a mí en tu Hermosura, y yo me veré en ti en tu Hermosura, y tú te verás en mí en tu Hermosura…”[45].

Von Balthasar comenta este texto central en la prosa de este místico: “El motivo constante es que el verdadero lugar de la belleza es la contemplación, y ésta está por encima de todas las formas finitas del mundo, siendo una sola cosa con la fe, con la noche, con el amor. (…) Sólo cuando el amante busca los ojos del único Amado que se abren, se abren también los suyos a todos los resplandores de hermosura que el Amado ha derramado sobre el mundo…”[46]. Al verse mutuamente en la belleza del otro el Esposo y la esposa son capaces de “ver cada uno en el otro su hermosura, la misma hermosura que procede de Dios”[47].

Concluiré con el famoso testimonio de André Frossard (†1995) en su libro “Dios existe, yo me lo encontré”:

Comienza su relato recordando aquel suceso decisivo: “…Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios. Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra. (…) Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda (…) volví a salir, algunos minutos más tarde, «Católico, apostólico, romano», llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable. Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba en torno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo…”[48].

Más adelante, Frossard vuelve más detenidamente sobre ese momento misterioso, tratando de transcribir en palabras su experiencia inefable: “El fondo de la capilla está vivamente iluminado. Sobre el altar mayor revestido de blanco, un gran aparato de plantas, candelabros y adornos, está dominado por una gran cruz de metal labrado que lleva en su centro un disco de un blanco mate. Otros tres discos del mismo tamaño, pero de un matiz imperceptiblemente diferente, están fijos en las extremidades de la cruz. (…) Mi mirada pasa de la sombra a la luz, vuelve a la concurrencia sin traer ningún pensamiento, va de los fieles a las religiosas inmóviles, de las religiosas al altar: luego, ignoro por qué, se fija en el segundo cirio que arde a la izquierda de la cruz. No el primero, ni el tercero, el segundo. Entonces se desencadena, bruscamente, la serie de prodigios cuya inexorable violencia va a desmantelar en un instante el ser absurdo que soy y va a traer al mundo, deslumbrado, el niño que jamás he sido (…) Antes que nada, me son sugeridas estas palabras: vida espiritual. No me son dichas, no las formo yo mismo, las escucho como si fuesen pronunciadas cerca de mí, en voz baja, por una persona que vería lo que yo no veo aún. La última sílaba de este preludio murmurado, alcanza apenas en mí la orilla de lo consciente que comienza una avalancha al revés. No digo que el cielo se abre; no se abre, se eleva, se alza de pronto, fulguración silenciosa, de esta insospechada capilla en la que se encontraba misteriosamente incluido. ¿Cómo describirlo con estas palabras huidizas, que me niegan sus servicios y amenazan con interceptar mis pensamientos para depositarlos en el almacén de las quimeras? El pintor a quien fuera dado entrever colores desconocidos, ¿con qué los pintaría? Es un cristal indestructible, de una transparencia infinita, de una luminosidad casi insostenible (un grado más me aniquilaría) y más bien azul; un mundo, un mundo distinto de un resplandor y de una densidad que despiden al nuestro a las sombras frágiles de los sueños incompletos. Él es la realidad, él es la verdad, la veo desde la ribera oscura donde aún estoy retenido. Hay un orden en el universo, y en su vértice, más allá de este velo de bruma resplandeciente, la evidencia de Dios…”[49].

No nos encontramos aquí con una persona persuadida en virtud de pruebas que apelan a la razón; Frossard trata de compartir entre balbuceos su conmoción por una experiencia que no puede reducirse a una descripción sólo intelectual; se trata de la percepción de una hermosura sobrenatural. Lo que este escritor vio reflejado en la liturgia es la manifestación sensible de la entera historia de la salvación, como bien ha reflexionado von Balthasar.

La belleza es la punta de flecha de la evangelización,

mediante la cual quien anuncia la Buena Nueva perfora las mentes y los corazones

de aquellos a quienes evangeliza” (Robert Barron).

[1] Brumley, M., The Seven Deadly Sins of Apologetics. Avoiding Common Pitfalls When Explaining and Defending the Faith, San Diego, 2014, p. 17-18.

[2] Bentley Hart, D., The Beauty of the Infinite. The Aesthetics of Christian Truth, Michigan, 2003, p. 34.

[3] Cihak, J., Cit en https://catholicquotations.com/truth-and-beauty.

[4] Cihak, J., Love Alone is Believable: Hans Urs von Balthasar’s Apologetics en http://www.ignatiusinsight.com /features2005/print2005/cihak_hubapologetics_may05.html.

[5] Bentley Hart, D., Op. Cit., p. 17.

[6] Ibid., p. 4,

[7] Su sitio de apología https://www.wordonfire.org es de gran relevancia y presencia en las redes.

[8] Barron, R., publicado en FaceBook el 22 de julio de 2014.

[9] http://www.integratedcatholiclife.org/2014/05/daily-catholic-quote-father-robert-barron-3.

[10] En seguida explicaremos el concepto de “trascendentales” del ser.

[11] Barron, R., Una nueva apología. Su intervención en el Sínodo sobre los Jóvenes (octubre 3, 2018, Vaticano).

[12] Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, n. 167.

[13] Benedicto XVI, Encíclica Deus Caritas Est, n. 35.

[14] Nelson, M., Three Steps to Evangelizing the Indifferent en https://www.catholic.com/magazine/online-edition/three-steps-to-evangelizing-the-indifferent.

[15] Pérez, G., “Transfiguración” en Diccionario De Jesús De Nazaret, en https://mercaba.org/DJN/T/transfiguracion.htm.

[16] Bouyer, L., Diccionario De Teología, Barcelona, 1973, art. “Luz”.

[17] Pérez, G., Op. Cit.

[18] Bouyer, L., Op. Cit., art. “Gloria”.

[19] Pérez, G., Op. Cit.

[20] García Moreno, J., “Transfiguración de Jesús” en Gran Enciclopedia Rialp en https://mercaba.org/Rialp/T/transfiguracion_ de_jesus.htm.

[21] Id.

[22] Pérez, G., Op. Cit.

[23] García Moreno, J., Op. Cit.

[24] Pérez, G., Op. Cit. Cf. Léon Dufour, X., La Transfiguración de Jesús en Estudios de evangelio, Madrid, 1982, p. 113-117.

[25] Cf. Un análisis más detallado en mi tesis doctoral “Fe Cristiana y Fin del Universo. La escatología cósmica a la luz de los modelos actuales de la cosmología científica”. Tesis Teológicas, Facultad de Teología de la UCA, Buenos Aires, 2007 en http://bibliotecadigital.uca.edu.ar/repositorio/tesis/fe-cristiana-final-universo-escatologia.pdf.

[26] Cf. Grassi, J., “Carta a los Colosenses” en Comentario Bíblico San Jerónimo (Tomo IV), Madrid, 1972, p. 212.; Mora Paz, C., “Colosenses” en Comentario Bíblico Internacional, Navarra, 1999, p. 1548; Schweizer, E., La Carta a los Colosenses, Salamanca, 1987, p. 56.

[27] Grassi, J. Op. Cit., p. 214.

[28] Schweizer, E., Op. Cit., p. 73; en Is 8,18 esta “inhabitación” es un anuncio escatológico.

[29] Grassi, J. Op. Cit., p .215.

[30] Ibid., p. 212.

[31] Kuss, O. y Michl, J., “Cartas a los Hebreos y Católicas” en Comentario de Ratisbona Al Nuevo Testamento, Tomo VIII, Barcelona, 1977.

[32] Kistemaker, S., “Hebreos” en Comentario Bíblico Al Nuevo Testamento, Michigan, 1991, p. 31.

[33] Barclay, W., Comentario Bíblico Hebreos, Barcelona, 1994, Hebreos 1,1-3.

[34] Kistemaker, S., Op. Cit., p. 31.

[35] Barclay, W., Op. Cit., Hebreos 1,1-3.

[36] Ésta se entiende como su conservación, en continuidad del versículo anterior donde el autor refería al Hijo a quien el Padre “constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo el mundo" (Heb 1,2).

[37] Kuss, O. y Michl, J., Op. Cit.

[38] Juan Pablo II, Encíclica Veritatis Splendor, n.2.

[39] Bentley Hart, D., Op. Cit., p. 20

[40] Cf. Bollini, C., Un Dios desconcertante. Redescubriendo la originalidad de nuestra Fe Cristiana, p. 20.

[41] Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, n. 11.

[42] Cf. Bollini, C., Op. Cit., p. 20.

[43] Giraldo Rojas, J., Dios, Hombre Y Belleza En San Juan De La Cruz, Madrid, 2016, p. 55.

[44] Ibid., p. 49.

[45] San Juan de la Cruz, Cánticos (2ª Redacción), Canción 36,5.

[46] Balthasar, H. U., Gloria, T. III: Estilos Laicales, Madrid, 2000, p. 166.

[47] Giraldo Rojas, J., Op. Cit., p. 58

[48] Frossard, André, Dios existe, yo me lo encontré, Ed. Electrónica, pos. 3%.

[49] Ibid., pos. 87-88%.

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2) Von Balthasar: la belleza de la Revelación, motivo de credibilidad

Como concreción y coronación de este apartado dedicado al camino apologético de la belleza de la Revelación, vamos a referirnos ahora a la profunda huella que ha abierto Hans Urs von Balthasar. Nuestro autor dedicó nada menos que siete gruesos tomos de su magna obra “Gloria”[1] (además de una breve obra anterior: “Sólo el amor es digno de fe”) para meditar sobre la dimensión de la belleza de la fe cristiana.

Su pensamiento es profundo y complejo, pero creo que vale la pena asomarnos a sus inmensidades, aunque sea sucintamente. No consideremos este apartado como una agradable especulación teológica (que no tendría lugar en la presente obra); examinémosla, en cambio, como un camino apologético original, junto con el de la razón y el de la evidencia histórica.

Tal vez éste sea el capítulo más dificultoso de los textos de esta página, pero invitamos al lector interesado en la apología a estudiarla con detenimiento, pero no necesariamente para transmitir directamente estas ideas a los escépticos. El propósito, antes bien, es profundizar y robustecer nuestros propios conocimientos al respecto, para ayudar a que nuestro interlocutor pueda contemplar esta belleza divina como una puerta de entrada, atractiva y fascinante, hacia a Jesucristo y su Iglesia. Se trata de suscitarles la inquietud para descubrir en qué consiste verdaderamente la belleza de la fe cristiana.

             

a. Von Balthasar y su obra

El teólogo suizo Hans Urs von Balthasar (†1988)[2] está considerado unánimemente como uno de los más grandes pensadores católicos del siglo XX. Durante su fructífera vida fue autor de miles de obras en teología y literatura. Siempre estuvo animado por el objetivo de ayudar al creyente a comprender más profundamente su fe y atraer así a otros a la redención de Jesucristo mediante la Iglesia. Él estaba convencido de la necesidad de alentar a la civilización occidental a volver a abrirse a la revelación de Dios del amor absoluto, a través de la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret[3].

Afirma Louis Dupré en un estudio sobre la estética de von Balthasar que nuestro autor escribe con el talento de un artista, “muy erudito, pero un artista, no obstante”. En lugar de asumir las clásicas estructuras racionales del estilo de la disertación, él se interna en “el orden más aventurero de la imaginación creativa, configurando cada perfil intelectual en una construcción estética por derecho propio (...) Este enfoque arroja resultados maravillosos”[4]. La primera Parte de la trilogía “Gloria” (que enseguida trataremos) se encuentra entre los logros teológicos más importantes de nuestro siglo[5].

Su preocupación se ha centrado en puntos capitales de la fe como la verdad del Evangelio; la Gloria de Dios dada gratuitamente en Cristo; el Amor con que él se entregó por todos nosotros; la gracia que nos excede y precede nuestra libre decisión. Todas ellas son realidades de donación de Dios al hombre, enraizadas en la autodonación de Dios mismo en la Encarnación, la Pascua y los Sacramentos[6]. El centro de su intuición está en la revelación de Dios como Amor, entregado hasta los límites de la solidaridad en la muerte[7]. Para referir este acontecimiento, von Balthasar ha recorrido todos los géneros literarios: “desde la exaltación lírica del Amor de Dios vulnerado y derramado en el mundo, hasta la representación didáctica o iniciática de la oración; el comentario bíblico que facilita la alabanza, y las breves síntesis del ministerio cristiano”[8].

Volviendo concretamente a nuestra temática, este gran teólogo suizo rechaza tajantemente la apología clásica racional, pues, según su entender, el cristianismo es, en primer lugar, una acción de Dios en la historia, no una doctrina. Von Balthasar cree que todo lo que puede ser demostrado puede ser también refutado, lo que deja a la apología racional “empatada” con sus contradictores[9]. También reprocha a la apología clásica la pérdida del carácter dialogal de la revelación, que queda rebajada a una mera “lección sobre el arte de la esgrima o de la lucha. Las respuestas están ya previamente elaboradas como en conserva, ya no se dejan afectar por la pregunta y mucho menos por el que la hace”[10]. Para el teólogo suizo la credibilidad del cristianismo radica en el amor y sólo en el amor[11], cuestión que vale tanto para los creyentes como para los no creyentes[12]. O como afirma en su obra “Sólo el amor es digno de fe”: “para el mundo, creer sólo es amar”[13].

Así, siguiendo el camino trazado por el gran pensador alemán Romano Guardini (†1968) y, particularmente, de su maestro el filósofo y teólogo (también alemán) Erich Przywara (†1972), von Balthasar formulará una gran “estética teológica”, tanto en el sentido de una doctrina de la percepción subjetiva como de la manifestación objetiva de la Gloria divina.

Para nuestro pensador, la teología, entendida como reflexión del cristianismo sobre sí mismo, no puede considerarse como una doctrina que pretende elevar la sabiduría religiosa de la humanidad. Ni siquiera puede considerarse prima facie como una realización definitiva del ser humano en comunidad, acontecido gracias a la Redención. Lo que von Balthasar caracteriza como “estética” tiene un carácter estrictamente teológico: se trata de la percepción y la acogida, que sólo la fe posibilita, del amor gratuito de Dios, que manifiesta a través de su Gloria[14].

Ha de mostrarse, pues, la vía del amor, como único camino creíble y digno de fe[15]. Von Balthasar tipifica dos posibles vías reduccionistas, con el fin de distanciarse de ambas y proponer una tercera vía, a saber, el amor. El Cristianismo, señala, no puede aceptar la alternativa entre constituirse como una religión que interpreta el mundo y la historia (reducción cosmológica[16]) o que sirve al hombre con sus necesidades (reducción antropológica[17]): sólo podrá realizar una y otra tareas en la medida que se convierta en humilde oyente de la revelación divina, en la que Dios se presencializa, evidencia y legitima[18]. Así, entre la vía cosmológica, que conlleva el riesgo de un reduccionismo extrínseco y la vía antropológica que parte del análisis de las aspiraciones del hombre, pero se arriesga al inmanentismo, von Balthasar propone la tercera vía del amor.

De aquí surge entonces su afirmación central: sólo el amor es digno de fe. Es creíble ya que sólo aquello que es considerado bello puede convertirse en objeto de amor para el hombre. Se trata de partir de la belleza que posee todo ser como visión de su “figura”[19], que desde su ser objetivo subyuga y envuelve al espectador. Por esto, se ha afirmado que en von Balthasar se asiste al “paso de la apología de los signos a la apología de la figura”[20].

El concepto de “figura” o “forma” (Gestalt), tomada de Blas Pascal[21] y, más inmediatamente, de Goethe[22], es absolutamente capital en la teología balthasariana. Procuremos entender su significado:

La figura de un objeto dado tiene que ver con su totalidad; por consiguiente, no alude a su mera materialidad ni a la suma de sus componentes. Martínez Ramos nos proporciona un útil ejemplo: “la figura de una bicicleta no es el resultado de la suma de todas sus piezas, ni de la materialidad de cada una de ellas, sino que la figura de la bicicleta está en relación con aquello que permite al ciclista moverse y trasladarse en ella (…) no es lo mismo esta figura de la bicicleta que la división de todas sus piececitas metidas, por ejemplo, en un bolso”. Cuando referimos que una persona tiene una forma (gestalt) de ser, no se trata de sus rasgos físicos sino con su configuración, su modo singular de existir[23].

El núcleo de su obra consiste en una monumental trilogía compuesta por 15 volúmenes en total[24]. Esta trilogía, consistente en “Gloria”, “Teodramática” y “Teología”, corresponden, respectivamente, a sus tres núcleos teológicos de Estética, Dramática y Lógica y a tres “trascendentales del ser”[25], a saber, lo bello, lo bueno y lo verdadero.

Ahora bien, es llamativa la transposición de la tríada de lo bello, lo bueno y lo verdadero según el orden Estética, Dramática y Lógica, y el modo de encadenarse hasta completar los quince volúmenes que lo constituyen[26]. En efecto, ¿Por qué partir de la Estética? ¿No es ésta una inversión del orden tradicional de los trascendentales (uno, verdadero, bueno, bello…)? Incluso el trascendental de la belleza está sometido todavía a discusión entre filósofos y teólogos y fue el último, históricamente hablando, en ser propuesto. Además, situar la estética antes de la lógica y de la dramática ¿no contradice la articulación de un discurso teológico que quiera ser legible?[27]

En lugar de la cosmología y la antropología, von Balthasar propone, en efecto, la estética como punto de partida de la teología y, por añadidura, de la apología. Ésta es la ligazón del hombre con Dios y la Revelación. Nuestro teólogo consideraba que la categoría “belleza” es indispensable como base del pensamiento cristiano; todo lo que dice la teología sobre la Trinidad, la gratuidad de la creación, la Encarnación y la Redención es una narración de lo bello. En virtud de esta identidad de la fe, manifestada en Cristo, lo cristiano se convierte en “principio sobreabundante e insuperable de toda estética, deviene la religión estética por antonomasia”[28].

Mientras que el proceso de dar forma en el Antiguo Testamento consistió principalmente en una recepción de una serie de palabras reveladas sucesivamente, en el Nuevo Testamento alcanza de inmediato la expresión completa en la única Palabra (o Verbo) encarnada. La Iglesia continúa encontrando modelos e imágenes para esta presencia en la Biblia y continuará meditando sobre su misterio hasta el final de los tiempos. Pero la Palabra está ahí desde el principio[29].

Al descuidar la forma o figura de la Encarnación, el pensamiento cristiano no ha hecho justicia a la revelación misma. Se ha reducido así a la figura a un mero signo que apunta hacia un misterio que yace completamente más allá de él. Para von Balthasar, por el contrario, la revelación en Cristo es manifestación plena y por antonomasia de la figura divina. Su proyecto teológico está destinado a reintegrar la entera reflexión sobre la fe dentro de una reflexión teológica sintética, integral, sobre la figura. Esto es lo que la idea de Gloria expresa a lo largo de estos siete volúmenes: la idea fuerza es que la “divinidad del Invisible” se “irradia en la visibilidad del ser del mundo”[30].

Para von Balthasar la base del ser es el amor[31]. Él procuró trascender los términos dicotómicos del debate entre la prioridad de la fe y la prioridad de la razón; para él lo primero es el amor divino, desde dónde la entera existencia humana ha de ser interpretada[32]. Para asumir esta convicción, nuestro autor ha transitado de modo hondo e intenso, como queda dicho, por el camino de la categoría de la belleza. Es el modo en que Dios ha revelado su amor, y es el principal signo de credibilidad de la fe cristiana. Es decir, éste es el camino para llevar a los no creyentes a la fe ante una cultura occidental, cansada de buscar la verdad y la bondad[33]. Pero, para nuestro teólogo la experiencia estética es una puerta de entrada a una “teología del ágape”, es decir, del amor de comunión[34].

b. La Gloria de Dios: su teología estética

Retomemos el interrogante inicial: ¿puede existir una teología, y, más aún, una apología que se fundamenten en la estética? ¿No pertenece a la esencia del mensaje cristiano tomar el aspecto de este mundo como perecedero, y, más aún, radicalmente distinto de lo divino?[35]

Von Balthasar alude a un malentendido respecto del concepto de “estética”: en el siglo XVIII surgió una “teoría de la forma bella”, en la cual el sujeto logra una armonía con el objeto percibido dotándolo de su propia interioridad[36]. Se trata de una estética romántica restringida a aquellos aspectos de la percepción sensorial y las reacciones emocionales[37]. Pero ésta es una perspectiva puramente subjetiva que reduce la belleza a una sensación interior creada por uno mismo. Nuestro teólogo repudia inequívocamente este subjetivismo impresionista”. Para él, la luz de la belleza brota de la figura misma, no de la percepción que el sujeto tiene de ella[38].

Tampoco se trata de una belleza ajena a las realidades temporales: von Balthasar analiza los capítulos finales de “La Ascensión del Monte Carmelo” de San Juan de la Cruz, para señalar que este camino a Dios, por admirable que sea, no es el suyo. Sucede que el gran místico español, embriagado por la belleza divina, proclama que la única morada permanente de belleza es aquella que se eleva por encima de todas las formas terrenales[39]. Nuestro pensador asume, en cambio, una estética arraigada en la creación, que la gracia[40] asume y transforma estéticamente. Así, la revelación irradia su luz del objeto manifestado, proyectando a quien lo contempla hacia su propia esfera[41].

En el proyecto de von Balthasar la estética está íntimamente relacionada con la verdad, la bondad y la profundidad de la revelación cristiana. Por eso, él está particularmente interesado en distinguir entre la “estética teológica” y la “teología estética”: “En este último concepto es inevitable tomar el adjetivo «estética» en un sentido mundano, limitado y, por consiguiente, peyorativo, de tal manera que basta una simple mirada al contenido de la Biblia para percatarse de que ese sentido (…) ni siquiera puede ser considerado seriamente como un valor bíblico”[42].

La teología estética, pues, supone una idea degradada de la estética teológica, pues “supondría traicionar el contenido propio de la teología” y subsumirlo en las ideas mundanas que imperan acerca de la belleza[43]. Se cae en tal tipo de teología cuando la belleza se disocia de los otros trascendentales, convirtiendo la estética en una disciplina secular y separada con su ciencia propia. Una de las principales consecuencias de este proceso de secularización es una ruptura de la relación de proporción entre la “belleza teológica” y la “belleza del mundo”[44].

La belleza divina puede vislumbrase en tantas obras de arte religioso como “Cristo abrazado a la cruz” de El Greco, “La Piedad” o “El Juico Final” de Miguel Ángel, el ícono “la Trinidad” de Andréi Rubliov o el rostro de la Virgen María en las advocaciones de Medjugorie o de Guadalupe, por citar escasísimos ejemplos... No obstante, la visión de una estética teológica no se circunscribe a las bellas artes, sino también se manifiesta en el mundo natural. Tal estética teológica muestra que, de alguna manera, la teología en sí misma comporta una experiencia estética, y su capacidad de persuasión se basa en el atractivo innegable de la percepción de un objeto estético[45].

Desde las primeras frases del Prefacio, von Balthasar es muy claro: “El propósito de la presente obra es desarrollar la teología cristiana a la luz del tercer trascendental, es decir, completar la visión del verum [verdad] y del bonum [bondad] mediante la del pulchrum [belleza]. Mostraremos hasta qué punto el abandono progresivo de esta perspectiva (que tan profundamente configuró en otras épocas a la teología) ha empobrecido al pensamiento cristiano”[46].

La palabra inicial, a saber, belleza, es sobre la cual “iniciamos en este primer volumen toda una serie de estudios teológicos”. Se trata de una idea de la que “en la época moderna, se ha distanciado la religión y especialmente la teología”. Éstas han delimitado sus fronteras frente a ella, por considerarla anacrónica[47].

Esta palabra también prima en la recepción de la revelación divina: Lo primero es “percibir, a la luz de la gracia, la verdad de la revelación como figura, y luego -¡sólo luego!- interpretarla”[48]. Este descubrimiento del Dios de Jesucristo, según von Balthasar, no puede sino realizarse a través de las formas perceptibles y concretas con las que Él se da a conocer: “Arrebatar y extasiar es virtud exclusiva de lo que tiene figura; sólo a través de la figura puede verse el relámpago de la belleza eterna"[49].

Así describe el teólogo suizo su idea de belleza: “Lo bello es, ante todo, una figura, y la luz no incide sobre esta forma desde arriba y desde fuera, sino que irrumpe desde su interior. (…) La figura visible no sólo «remite» a un misterio profundo e invisible. Es además su manifestación; lo revela al tiempo mismo que lo vela”. Posee un aspecto exterior y una profundidad interior, inseparables entre sí. Puesto que el ser humano tiene la capacidad de percibir figuras, es decir “totalidades y no elementos sueltos”[50], es capaz de captar el contenido en la misma forma, no “detrás de ella”[51].

Ahora bien, en virtud de la Encarnación, Dios “lleva a su plenitud toda la ontología y la estética del ser creado, del que se sirve dotándolo de una profundidad nueva, como lenguaje para expresar el ser y la esencia divinos”[52]. Desde este acontecimiento, con el concepto de figura, von Balthasar refiere tanto a Dios, al Hombre-Dios, Jesucristo, al hombre, al ser en general e, incluso, al ser cristiano[53].

La teología de la “forma” o de la “figura” de nuestro pensador hunde sus raíces más profundamente en la Biblia que en una estética filosófica. La belleza es una realidad que comienza con la historia de la salvación y se consuma en la persona de Jesucristo, revelación suprema de la Gloria Divina. Sin embargo, no son las Sagradas Escrituras el lenguaje original de Dios, sino Jesucristo mismo. Él es Uno y Único, y, sin embargo, debe entenderse en el contexto de todo el cosmos creado, como Palabra, Imagen y Expresión[54].

La forma o figura de lo bello “es la gloria de Dios cuyo esplendor aferra y arrebata. Y la gloria de Dios alcanza su cumbre en Jesucristo, es decir, en aquella forma imperecedera que reúne a Dios y al hombre (el mundo) en la nueva y eterna alianza”[55]. Así, lo que corresponde a la “belleza” en el plano natural es la “Gloria” del Señor en el plano divino[56].

Tan único es este esplendor que las Escrituras tienen una expresión exclusiva para éste, el término hebreo “kabod”, esto es, la “Gloria del Señor”[57]. En efecto, ya en el AT este kabod es la presencia de la majestad soberana de Yahvé en su Alianza, que se irradia al mundo entero; en el NT, la Gloria (δόξα) se manifiesta como la acción de Dios en el mundo, que en Cristo lleva su amor “hasta el fin”[58]. Así pues, tanto el hebreo “kabod” como el griego “doksa”[59] describen “la majestad de Dios dejándose sentir a los hombres con todo su peso de realidad, soberanía, señorío y sublimidad”[60].

En efecto, el concepto clave balthasariano para comprender la validez y, más aún, la necesidad, de una teología de la belleza (o teología “estética”) es la idea de la “Gloria de Dios”[61]: éste es el objeto primario de su teología. A esta Gloria von Balthasar dedicará la primera parte (7 tomos) de su Trilogía.

 

 

 

 

 

 

A lo largo de esta heptalogía, von Balthasar elabora una estética teológica, que pone en el centro la belleza como realidad suprema y piensa la revelación divina desde esa categoría. Como ya se aclaró, no se trata de una teología con ribetes “estéticos” que toma prestadas categorías de una estética filosófica profana; extrae su doctrina de la belleza inherente a los datos mismos de la revelación. Es “estética” en tanto que tiene por objeto la Belleza de Dios revelándose y revelando al hombre y al mundo.

Esta Gloria conlleva consigo, conjugados, un “esplendor exterior” (des-lumbramiento) y una “luz interior” (a-lumbramiento), en virtud de los cuales el sujeto queda atraído y, a la vez, habilitado para poder conocerla. Quienes presenciaron las teofanías en sus innumerables formas “quedaron recreados, alumbrados, transformados”[62].

Pero la Gloria divina “no es etérea ni remota, sino belleza, cantidad, abundancia: tiene peso, densidad y presencia”[63]. No sólo es santa y poderosa, sino también buena y deseable, manifestando así el atractivo de la creación para Dios[64]. La fuente de la revelación del semblante de Cristo es la misma Trinidad, “una belleza trinitaria y ejemplar del Padre, el Hijo, y su Espíritu Santo es la fuente de los esplendores sinfónicos de nuestro universo visible y las indescriptibles grandezas de la economía sobrenatural de la salvación. Todo el orden creado culmina en la corona del cosmos, cuyo destino es el éxtasis eterno de inmersión en la visión directa de la Gloria tripersonal”[65].

Este despliegue en la historia de la amorosa acción divina culmina en el acontecimiento de Jesucristo. La entrega de Jesús hasta la muerte en la cruz constituye el hecho “donde ese amor se hace plenamente evidente. En último término, sólo se puede creer incondicionalmente en ese hecho porque, en caso de que se haya realizado realmente, es el amor absoluto”[66] En suma, según nuestro pensador, Jesús es creíble no en virtud de argumentos yuxtapuestos, sino por el brillo que se desprende de su figura y conduce hacia su misterio”[67].

Von Balthasar cita el pasaje que analizamos en el anterior apartado: la Gloria que manifestó Jesús en el monte Tabor tiene los rasgos de las teofanías del Antiguo Testamento: el Monte Sinaí, deslumbrantes vestimentas blancas, rostro iluminado como el sol, una nube brillante que eclipsa la visión. Sin embargo, en medio de esta revelación radiante, Jesús se refiere a su sacrificio venidero en su diálogo con Moisés y Elías. Este texto muestra, pues, la Gloria divina, pero en su camino hacia la Pasión[68].

Es por eso que la Estética teológica balthasariana desemboca en una Dramática teológica (la 2ª Parte de su Trilogía): desde el momento en que la revelación de Dios en el mundo se realiza en el encuentro de dos libertades, la divina y la humana, se puede suscitar un acogimiento amoroso o un rechazo violento[69]. Así como en su Gloria se da el encuentro por antonomasia de la Gloria divina y la belleza humana, en su “Teodramática” se corresponden la libertad mundana (finita) y la libertad divina (infinita)[70].

Pero esta teodramática no contradice la belleza con la que von Balthasar quiere dotar toda su teología: en virtud de la Encarnación, “la pluralidad de instrumentos que [componen la orquesta] adquiere sentido cuando interpreta, bajo la dirección de Cristo, la sinfonía de Dios”[71]. Mas esta sinfonía no supone una armonía despojada de toda tensión: “la música más profunda y sublime es siempre dramática, es acumulación y resolución (a un nivel más elevado) de tensiones, de conflictos”[72]. En el centro de este drama Jesús se ha manifestado de un modo desconcertante, al “anonadarse a sí mismo” y tomar la forma de esclavo, humillándose hasta la muerte en la cruz (Fil 2,6-10).

Este antiguo himno litúrgico, recogido por Pablo en su Carta a los Filipenses, canta el amor absoluto de Jesús, manifestado en la profundidad de su abajamiento (κένωσις). El sufrimiento y la muerte de Cristo, lejos de ser la excepción de la estética mundana, se convierten en su modelo. Todo un volumen de la heptalogía (VII) está dedicado al Nuevo Testamento: se presenta aquí la Gloria divina como esencialmente consistente en la “kénosis” de la Palabra de Dios[73].

El misterio central que la Iglesia proclama es la Gloria de Dios hecha visible. Ya en el Génesis Dios proclamó que brille la luz en las tinieblas (Gen 1,3-4); también ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, “para hacer resplandecer a través de nosotros la gnosis [conocimiento] de la doxa [gloria] de Dios que brilla en el rostro de Cristo”[74].

Efectivamente, el pináculo de esta revelación es Jesús clavado en la Cruz. Uno puede objetar: “¿Cómo puede la crucifixión de Jesús ser la revelación preeminente de la belleza?” En el lugar más repulsivo de la existencia humana (crucifixión y muerte), Dios se revela a sí mismo como un amor absoluto que se entrega a los hombres.

La cruz y el sufrimiento de Cristo son malos, expresión y resultado del pecado. No deben ser glorificados en sí mismos, pues no son la voluntad de Dios. Sin embargo, encajan en su plan de salvación: Dios salva al rescatar a su amado, no al sacar milagrosamente el mal del mundo. Dios hace que el bien venga del mal, la vida de la muerte. En este sentido, podemos ver a Dios como el autor del evento de la cruz; y en este sentido (y sólo en este sentido) la cruz puede ser aceptada voluntariamente como signo de la salvación[75].

Encubierta bajo la desfiguración de una espantosa crucifixión, la figura de Cristo es, paradójicamente, la revelación más clara de quién es Dios, esto es, absoluta entrega. “Este signo no necesita otras pruebas. Es la prueba del amor”[76]. Aunque esta Gloria habría podido afirmarse como fuerza avasalladora recurriendo a su propio poder divino, Jesús quiso, sin embargo, “compartir el destino de la luz en la penumbra, a merced de todas las sombras”, y se puso “a merced de los mortales pecadores y en solidaridad con ellos fue hasta el extremo de la muerte”[77], En la Cruz la Gloria adquiere su expresión suprema y la Verdad alcanza su máximo poder de convicción. El Amor se ha hecho “digno de fe”, es decir, a través de la belleza de la revelación divina, el hombre puede descubrir un amor que es creíble.

Pablo resume y amplía la paradoja de la cruz “escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres” (1 Cor 1,23-25). Por extensión, ¿podemos suponer que la fealdad de Dios es más bella que la belleza humana?[78]

 

c. El potencial apologético de la vía de la belleza de von Balthasar

Si bien la obra de von Balthasar no sólo se ocupa de la apología (o de la teología fundamental) sino también de la belleza de los dogmas de la Iglesia, su forma de ver la revelación de Dios como resultado de la belleza puede aplicarse directamente a la apología[79].

Junto con von Balthasar, un buen número de católicos contemporáneos considera que la belleza de Jesucristo, manifestada en las Escrituras y en la liturgia, es “su propia prueba evidente”. Por eso, no es necesario recurrir a “argumentos complicados basados en la historia o en la crítica de las fuentes”[80].

El Padre John Cihak, experto estadounidense en pastoral juvenil, ha escrito un breve pero esclarecedor aporte sobre la apología en von Balthasar[81]. Reflexiona Cihak que una de las ideas clave del teólogo suizo para llegar al no creyente es alentarlo a reflexionar sobre sus encuentros con la belleza del mundo, especialmente cómo se encuentra en el amor humano. Al considerar las limitaciones de la belleza mundana, éste puede preguntarse: “¿por qué el amor en este mundo es tan finito y fracturado?; ¿por qué todos los intentos de amor son sellados como «fallidos» por la realidad inevitable de la muerte? ¿Existe, en cambio, un amor más allá de este mundo?”[82]. Ante estos cuestionamientos, el atractivo y el encanto de lo bello es como una “atracción gravitacional, el rayo tractor que arrastra al espectador hacia él”. Así, arrastrado a las profundidades de la figura, “el espectador reflexiona sobre cuestiones fundamentales como: ¿Cómo sucedió esto? ¿De dónde vinieron estas cosas? ¿Por qué esta figura es tan hermosa? ¿Por qué me conmueve tanto?”[83].

Es imprescindible despertar esta inquietud en el escéptico, porque el encuentro con el amor divino “requiere un corazón abierto, un corazón sensible a la belleza, un corazón capaz de asombrarse, un corazón que pueda rendirse a las formas de belleza que se encuentran en este mundo, un corazón que está angustiado cuando intenta amar en él”[84].

Vimos en la sección anterior que, en lugar de probar la Revelación por la razón, von Balthasar apela al argumento del amor. El amor divino es razonable, pero trasciende la razón humana. Nuestro autor quiere incitar al no creyente “con el signo histórico de la revelación para que pueda abrir su corazón y así ser atraído por la belleza”[85].

La belleza es un atributo de Dios olvidado en la teología, por no saber bien cómo acceder a él; von Balthasar se ha propuesto rescatarla, en la convicción de que ella tiene el poder de revelar en su íntima esencia “al amor que va más allá de sí mismo, esplendor que suscita interés, entusiasmo que arrastra al sujeto”[86].

Afirmaba el Padre Thomas Dubay (†2010) que “dentro de lo bello, la persona entera tiembla”[87]. Los seres humanos, en su inmensa mayoría, se ven atraídos por la belleza, sea en una visión un cielo nocturno, una orquídea o un concierto de Mozart[88]. Siguiendo este ejemplo musical, “la persona perceptiva no necesita investigación, cálculo ni razonamiento para saber de inmediato que algo está bien en una sinfonía de Mahler”. Asimismo, “una cara encantadora, especialmente cuando refleja la inocencia interior que brilla a través de características cautivadoras, proclama directamente un artista incomparable”[89].

Llevando esta idea al ámbito de la apología, von Balthasar cree que, mediante el camino de la belleza, “el no creyente puede ser llevado a maravillarse en la Cruz y ser provocado por este signo de revelación divina. Se les puede desafiar a abrir su corazón al encuentro con la hermosa figura de Cristo crucificado que revela en sus profundidades al Dios Triuno del amor”, llevándolo así al acto de fe[90]. A lo largo de toda la historia “la belleza incomparable de la revelación y la vida de los santos que la viven plenamente son (…) poderosas evidencias de su verdad”[91].

En este sentido, reflexionando sobre la idea la “figura” balthasariana, el P. Dubay apuntó que “ningún poeta, novelista, ensayista, periodista en ninguno de los idiomas del mundo ha descripto una personalidad que se acerque remotamente a la figura que vemos en los relatos del Evangelio escritos por simples pescadores. Es mucho más fácil creer el milagro de la Encarnación que aceptar la acusación de que los trabajadores sin educación podrían haber escrito, con sus propios recursos, el Nuevo Testamento”[92]. Sucede que, cuando se contempla el pesebre de Belén, uno es capturado por “la inefable belleza de la idea del Dios omnipotente que habita en forma de un bebé débil. Sólo una mente divina podría originar esta idea; sólo el poder divino podría provocarlo. Tanto el pensamiento como su ejecución son celestiales”[93].

Von Balthasar escribió en una retrospectiva de su obra que, si se expone de modo efectivo una teología arraigada en los puntos centrales de la fe, se hace “la mejor clase de apología”[94]. Esta teología medular, según la perspectiva balthasariana, señala el Padre John Cihak, es “la autorrevelación de Dios, el centro del amor palpitante revelado como belleza”, que se esconde bajo la figura desfigurada del Hijo en la Cruz. “A través del encuentro con el amor divino revelado como belleza, uno es llevado de regreso a la verdad y la bondad porque es llevado al encuentro con Aquel que es Verdadero, Bueno”, Aquel que es Comunión[95].

La Belleza tiene tal fuerza sobre el espíritu humano porque no se manifiesta como poder, exigencia, ni mera promesa, sino como una majestad que transporta la existencia a la epifanía de lo absolutamente nuevo”, con la cual participa y ante la cual tiene que responder[96]. A lo largo de la historia de la Revelación todo tipo de personas frente a una diversidad de circunstancias “se sintieron nuevos al sobrevenirles la luz de la Gloria divina”, y comenzaron a vivir como nuevas creaturas. Gracias a este poder transformador de la Gloria, la fe de la Iglesia se mantiene viva y fecunda, con su inalterable “fuerza de atracción y de seducción”[97].

También el notable filósofo judío lituano Emmanuel Lévinas (†1995) se ha referido a la fuerza movilizante de esta belleza: ésta “introduce en efecto una nueva finalidad -una finalidad interna- en este mundo desnudo”[98]. Acercándose al concepto balthasariano de figura, Lévinas expresa que “revelar una cosa, es iluminar por la forma, encontrarle un lugar en el todo al percibir su función o su belleza”[99]. Esta belleza se manifiesta especialmente en el rostro de un prójimo humano, que, para este filósofo, es epifanía y camino de acceso hacia Dios: “el Otro permanece infinitamente trascendente, infinitamente extranjero, pero su rostro, en el que se produce su epifanía y que me llama, rompe con el mundo que puede sernos común…”[100]. La proximidad de ese Infinito se hace presencia absoluta “en el rostro del extranjero, de la viuda y del huérfano”[101].

Von Balthasar también refiere esta aparición del rostro del otro en nuestra existencia como acceso a Dios: “En la vida humana, después de que la madre ha sonreído al hijo a lo largo de días y semanas, hay un momento en que recibe como respuesta la sonrisa del hijo. Ella ha despertado el amor en el corazón del niño, y al despertar éste al amor despierta también al conocimiento (…) Pues bien, de este mismo modo se pone de manifiesto ante el hombre Dios como amor: en Dios luce el amor que enciende la luz del amor en el corazón del hombre, que es así capaz de ver el amor absoluto. (…) Puesto que somos sus creaturas, se halla en nosotros el germen del amor, como imagen de Dios que dormita en nosotros. Pero del mismo modo que el niño no despierta al amor si no es amado, así también ningún corazón humano despierta al conocimiento de Dios sin la libre donación de su gracia, en la imagen de su Hijo”[102].

Por eso, nuestro autor ha remarcado la relevancia de revitalizar una estética teológica; caso contrario cerraríamos una posibilidad clave para el acceso a la fe: “El testimonio del ser deviene increíble para aquel que ya no es capaz de entender la belleza”[103]. Si el no creyente es incapaz de percibir la figura de la Revelación, “también se le escapa el contenido. Y a quien la forma no ilumina, tampoco el contenido le aportará ninguna luz"[104]. El testimonio de Cristo puede volverse tan deslumbrante en el testimonio de los cristianos que la belleza del Señor se tornará visible y evidente[105].

Al resumir en la última Parte de su Trilogía (“Teológica”) el itinerario teológico de la misma, von Balthasar señala que mostrar el signo de la “Gloria” al ateo positivista actual es un modo de hacer apología. Éste, “situado ante el fenómeno de Cristo”, es instado a renovar su mirada, para descubrir “lo inclasificable, totalmente otro de Cristo, el iluminarse de lo sublime (…) en la historia de salvación del Antiguo y Nuevo Testamento”[106]. En estas coordenadas espaciotemporales concretas se le devela “una forma particular cuyo lugar en el tiempo y el espacio es determinante de cualquier otra verdad, cualquier otra belleza”[107].

 

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Al concluir este apartado, sabemos que resulta dificultoso resumir en varios párrafos la riqueza y fecundidad de la apología de Hans Urs von Balthasar. Las ideas fuerza de su propuesta se plasman en los términos amor, belleza, gloria, figura... En este conciso recorrido por su estética teológica, vimos cómo el gran teólogo suizo ha procurado dialogar con el hombre contemporáneo escéptico, a menudo desencantado de los recursos de la razón. Él ha querido invitarlo a que rejuvenezca su mirada, a fin de que sea capaz de percibir el mundo como espectáculo de hermosura divina. Pero, una vez recuperada esta perspectiva, von Balthasar lo impulsa a dirigir su nuevo enfoque a la concentración suprema de esta belleza: Jesucristo. No se trata de una plácida visión de una imagen anodina apta para una estampita, sino la conmovedora y fascinante figura del Hijo atravesado insuperablemente por la Gloria divina del Padre. Su Cruz nos desafía a repensar y expandir nuestras nociones sobre la belleza, el amor y de Dios mismo[108].

 

Sólo el amor es digno de fe” (Hans Urs Von Balthasar).

 

1] Se trata de la primera parte de su célebre “Trilogía”, a la que enseguida nos referiremos.

[2] Nació en Lucerna en 1905, estudió filosofía y literatura alemana en las Universidades de Munich, Viena y Berlín. En 1929 presentó una tesis doctoral de filosofía en Zurich. Entró en la Compañía de Jesús en 1929. De 1934 a 1938 estudió teología en Lyon-Fourviére, donde entró en contacto con la teología patrística. La mística Adrianne von Speyr, con quien entabló una asidua correspondencia, fue una figura de decisiva inspiración para él. Desde mediados del siglo XX vivió en soledad en Basilea, mientras gestaba una obra teológica que no tiene igual en el horizonte cultural y teológico de nuestro siglo (González de Cardedal, O., La obra teológica de Hans Urs von Balthasar en Communio, año 8 sep/oct V / 86, p 515). Hacia el final de su vida, fue creado Cardenal por Juan Pablo II, pero murió el 28 de junio de 1988, dos días antes de recibir su solideo escarlata.

[3] Cihak, J., Op. Cit.

[4] Dupré, L., The Glory of the Lord, Hans Urs von Balthasar's Theological Aesthetic en Schindler, David, Hans Urs von Balthasar His Life and Work, San Francisco, 1991, p. 184,

[5] Ibid. p. 164 – 184; 165.

[6] González de Cardedal, O., Op. Cit., p. 517.

[7] Nuestro pensador sintetizó así sus grandes preocupaciones teológicas al recibir en 1984 el Premio internacional Pablo VI: “1) Después de haber hecho ver el carácter único de Cristo en relación a las demás religiones y haber así demostrado que toda antropología filosófica no puede culminar nada más que en la luz del hombre perfecto, el Hijo de Dios, que nos permite trascender nuestro nacimiento mortal en un nuevo nacimiento a la vida inmortal trinitaria, insisto sobre la indivisibilidad entre teología y espiritualidad (…) 2. (…) No hay cristología sin Trinidad y viceversa; ni sin historia de la salvación a partir de la fe de Abrahán hasta la Iglesia; ni hay encarnación del Verbo sin la cruz y la resurrección…” (Ibid., p. 520).

[8] Ibid., p. 518.

[9] Silva, S., “La teología fundamental de Balthasar” en Teología y Vida, Vol. L (2009), p. 225 – 241, Facultad de Teología Pontificia Universidad Católica de Chile, p. 227.

[10] Balthasar, H. U., Teodramática I: Prolegómenos, Madrid, 1990, p. 121.

[11] Tal como tituló su pequeña obra de 1963 “Sólo el amor es digno de fe”.

[12] Silva, S., Op. Cit., p. 228.

[13] Balthasar, H. U., Sólo el amor es digno de fe, Salamanca, 1995, p. 126.

[14] Pié-Ninot, S., La Teología Fundamental, Salamanca, 2001, p. 135s.

[15] Balthasar, H. U., Sólo el amor es digno de fe, p. 43ss.

[16] Ibid., p. 13ss.

[17] Ibid., p. 27ss.

[18] González de Cardedal, O., Op. Cit., p. 530.

[19] Originalmente, von Balthasar tituló el primer tomo de su heptalogía Gloria” “Schau der Gestalt”, que fue traducida por “La percepción de la forma” para su edición española. El término en el original alemán es “Gestalt”, muy rico y polisémico, que puede traducirse tanto como forma, figura, aspecto, configuración y totalidad. El erudito teólogo español Gonzalez de Cardedal sugiere que la mejor traducción para el contexto del pensamiento balthasariano sería “figura”. Ésta es la traducción que predominantemente usaremos. (González de Cardedal, O., Op. Cit., p. 525; Cf. Martínez Ramos, D., Revelación y belleza en la estética teológica de Hans Urs von Balthasar, p. 23s).

[20] Gibellini, R., La teología del siglo XX, Santander, 1998, p. 254-270.258s.

[21] Martínez Ramos, D., Op. Cit., p. 25.

[22] Ibid., p. 24.

[23] Id.

[24] I) Su “Gloria” (Herrlichkeit), 7 volúmenes, es una “estética teológica” que tiene como propósito principal el estudio de la manifestación de la Gloria divina en el mundo y de su percepción por el hombre; II) su “Teo-dramática” (Theodramatik), 5 volúmenes, versa sobre la acción de Dios en la historia, que pone en juego su libertad, muestra su bondad, y provoca con ellas la respuesta en colaboración o en rechazo por parte del hombre y III) su “Teo-logía” (Theologik), 3 volúmenes, cuyo objeto es la verdad de Dios, es decir, el descubrimiento de la estructura de su ser, desde la que puede comunicarse, dándose al hombre. (González de Cardedal, O., Op. Cit., p. 522-523),

[25] En la filosofía realista escolástica el término se ha empleado para referirse a las propiedades de todo ser “en cuanto ser”; esto es, en su máximo grado de universalidad. Los “trascendentales” del ser están más allá de las determinaciones particulares de los entes; de allí esta calificación. La filosofía cristiana ha considerado a partir del tomismo las siguientes propiedades trascendentales de los seres: unidad, verdad, bondad, belleza. Von Balthasar se refiere, precisamente, a la belleza como “el tercer trascendental” (Von Balthasar, H. U., Gloria, Una estética teológica I. La percepción de la forma, Madrid, 1985, p. 15: en adelante Gloria I).

[26] Scola, A., Hans Urs von Balthasar. Un estilo teológico, Madrid, 1997, p. 47-48.

[27] Ibid., p. 48.

[28] Von Balthasar, H. U., Gloria I, p. 195.

[29] Dupré, L., Op. Cit., p. 180.

[30] Von Balthasar, H. U., Gloria I, p. 383.

[31] Aran Murphy, F., “Hans Urs von Balthasar: Beauty as a Gateway to Love” en Bychkov, O. y Fodor, J. (Eds.), Theological Aesthetics after von Balthasar, Hampshire, 2008, p. 6.

[32] Ibid., p. 10.

[33] Cihak, J., Op. Cit.

[34] Aran Murphy, F., Op. Cit., p. 5.

[35] Dupré, L., Op. Cit., p. 166.

[36] Id.

[37] Bychkov, O., “Introduction” en Bychkov, O. y Fodor, J. (Eds.), Op. Cit., p. xi.

[38] Dupré, L., Op. Cit., p. 166.

[39] Ibid., p. 175.

[40] El término griego para “gracia” (χάρις) designa, en primer lugar, la seducción que irradia la belleza; luego la difusión íntima de la bondad; finalmente los dones que manifiestan esta generosidad (Dufour, X., Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona, 1965, art. “Gracia”).

[41] Von Balthasar, H. U., Gloria I, p. 167. Cf. Dupré, L., Op. Cit., p. 177.

[42] Von Balthasar, H. U., Gloria I, p. 76.

[43] Ibid., p. 39.

[44] Davies, O., “The theological aesthetics" en Edward, S., Oakes, T. y Moss, D., The Cambridge Companion to Hans Urs von Balthasar, Cambridge, 2004, p. 133.

[45] Bychkov, O., Op. Cit., p. xii.

[46] Von Balthasar, H. U., Gloria I, p. 15.

[47] Ibid., p. 22.

[48] Ibid., p. 31.

[49] Ibid., p. 34.

[50] Martínez Ramos, D., Op. Cit., p. 24.

[51] Ibid., p. 141.

[52] Ibid., p. 31.

[53] Ibid., p. 25.

[54] Dubay, T., The Evidential Power of Beauty. Science and Theology Meet, San Francisco, 1999, p. 162.

[55] Scola, A. Op. Cit., p. 14.

[56] Cihak, J., Op. Cit.

[57] Dubay, T., Op. Cit., p. 17.

[58] Pié-Ninot, S., Op. Cit, p. 135s.

[59] Cardedal señala una diferencia de matiz entre ambos términos: mientras que kabod describe esa realidad divina como peso, energía, brío e ímpetu, doksa, antes bien, acentúa más el aspecto mostrativo, a saber, el acto de presencialización de Dios que lleva consigo como majestad, riqueza y brillo (González de Cardedal, O., Op. Cit., p. 527).

[60] González de Cardedal, O., Op. Cit., p. 528.

[61] Martínez Ramos, D., Op. Cit., p. 26.

[62] González de Cardedal, O., Op. Cit., p. 528.

[63] Bentley Hart, D., Op. Cit., p. 24.

[64] Ibid., p. 17.

[65] Dubay, T., Op. Cit., p. 173.

[66] Balthasar, H. U., Sólo el amor es digno de fe, p. 92.

[67] Illanes, J., “Santidad” en Latourelle, R. y Fisichella, R. (Eds.), Op. Cit.

[68] Dubay, T., Op. Cit., p. 168.

[69] González de Cardedal, O., Op. Cit., p. 532-533.

[70] Esta secuencia, como ya mencionamos, desemboca en su “Teología”, en donde se interrelacionan la estructura de la verdad propia del ser creado y del ser increado.

[71] Von Balthasar, H., La verdad es sinfónica. Aspectos del pluralismo cristiano, Madrid, 1979, p. 10.

[72] Id.

[73] Dupré, L., Op. Cit., p. 168

[74] Von Balthasar, H. U., Gloria I, p. 131-132. Cf. Von Balthasar, H. U., Sólo el amor es digno de fe, p. 68.

[75] Wolterstorff, N., “Beyond Beauty and the Aesthetic in Engagement of Religion and Art” en Bychkov, O. y Fodor, J. (Eds.), Op. Cit., p. 136.

[76] Cihak, J., Op. Cit.

[77] González de Cardedal, O., Op. Cit., p. 530.

[78] Wolterstorff, N., Op. Cit., p. 136-137.

[79] Brumley, M., Op. Cit., p. 17-18.

[80] Dulles, A., Op. Cit., p. 407.

[81] Cihak, J., Op. Cit.

[82] Id.

[83] Id.

[84] Id.

[85] Id.

[86] González de Cardedal, O., Op. Cit., p. 523.

[87] Dubay, T., Op. Cit., p. 187.

[88] Ibid., p. 9.

[89] Ibid., p. 15.

[90] Cihak, J., Op. Cit.

[91] Dubay, T., Op. Cit., p. 10.

[92] Ibid., p. 164.

[93] Ibid., p. 166.

[94] Von Balthasar, H. U., My Work In Retrospect, California, 1993, p. 52.

[95] Cihak, J., Op. Cit.

[96] González de Cardedal, O., Op. Cit., p. 528.

[97] Ibid., p. 529.

[98] Levinas, E., Totalidad E Infinito, Salamanca, 2002, p. 97.

[99] Ibid., p. 98.

[100] Ibid., p. 208.

[101] Ibid., p. 101.

[102] Von Balthasar, H. U., Sólo el amor es digno de fe, p. 68-69

[103] Von Balthasar, H. U., Gloria I, p. 24.

[104] Ibid., p. 141.

[105] Dubay, T., Op. Cit., p. 145.

[106] Von Balthasar, H. U., Teológica, Vol. l, Verdad del mundo, Madrid, 1997, p. 22.

[107] Bentley Hart, D., Op. Cit., p. 24.

[108] Wolterstorff, N., Op. Cit., p .137.

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3. La seducción de la fe cristiana:

los incontables testimonios de conversiones y de santidad

 

En la presente parte (“Las razones del corazón para la fe cristiana”) nos hemos detenido primero en el itinerario de las exigencias del espíritu humano y cómo éstas proporcionan una oportunidad para que el escéptico se coloque en actitud de escucha. Luego, examinamos el camino de la belleza como método apologético, refiriéndonos a diversos modos de la belleza divina y a la figura que la patentiza por antonomasia, Jesucristo. Ahora queremos recorrer una senda que complementa las previas: consiste en alegato viviente de miles y miles de personas de carne y hueso, cuyas existencias concretas fueron renovadas y transfiguradas por la Gloria divina que resplandece en Cristo. En el último apartado presentaremos el argumento del testimonio personal; esto es, mostraremos cómo la vida de innumerables seres humanos ha sido transformada por la inesperada irrupción del Dios cristiano en su historia cotidiana.

No se trata de señalar un método mediante el cual el escéptico pueda alcanzar tal experiencia (pues esto es pura iniciativa de la gracia divina); antes bien, quisiéramos mostrar que estas conversiones constituyen otro poderoso “signo de credibilidad”. Presentar a los escépticos el alegato de la innumerable cantidad de vidas transformadas, con toda su coherencia y fecundidad, constituirá para ellos, cuanto menos, un interrogante al que debe darse respuesta. Tendrán que encontrar una razón satisfactoria para esas grandes conversiones como así también para el resto de los santos (anónimos o canonizados). A lo largo de veintiún siglos de historia del cristianismo, sea por una atracción estética, sea por la persuasión de argumentos racionales o evidencias históricas, todos ellos fueron seducidos por el Evangelio de Jesús.

Podríamos así hablar de “una apología de la santidad”: la belleza de las vidas de estos santos ejerce un influjo inquietante sobre el escéptico para superar sus objeciones de fe. Von Balthasar mostró magistralmente en su Trilogía un vínculo íntimo entre la belleza y la verdad; muchas personas se convencen de la verdad del catolicismo a través del testimonio de la santidad[1].

He aquí el valioso testimonio de la gran filósofa y mística Edith Stein, que transitó desde el ateísmo al judaísmo para terminar por convertirse en monja carmelita con el nombre Teresa Benedicta de la Cruz, ser martirizada en un campo de concentración nazi de Auschwitz en 1942 y canonizada por Juan Pablo II en 1998. Siendo ella misma una relevante filósofa, narra Edith en una de sus cartas cómo se vio subyugada, antes que por razones intelectuales, por el testimonio de algunos santos: “Estoy firmemente convencida de que hay tantos caminos a Roma como cabezas... y corazones. Quizá haya dejado lo intelectual en mal lugar en la representación de mi camino. En los largos años de preparación, seguro que influyó mucho. Pero conscientemente fue decisivo el suceder real -no el «sentimiento»- de la mano de la imagen concreta del cristianismo en testigos elocuentes: Agustín, Francisco, Teresa...”[2].

Por supuesto siempre podrá recurrirse a una explicación excluyentemente natural que descarte toda acción sobrenatural. Ya habíamos mencionado al comienzo de esta obra que la acción de Dios funda y complementa la acción del hombre y la naturaleza[3]. Pero hay otro factor aún más notable: si se examinan estas vidas con detenimiento se verá que, lejos de aparecer como una simple aspiración natural cumplida (al modo de una “proyección freudiana de un deseo reprimido” o una “alienación feuerbachiana de nuestra propia divinidad”[4]), en la mayoría de los casos irrumpe en la existencia un Dios “incómodo” e “inquietante”, cuya llamada a menudo se trata de rechazar o ignorar. Como ilustración de este “estilo divino” de manifestarse, son especialmente ilustrativos los casos de la perturbadora irrupción divina en la vida de los profetas del Antiguo Testamento[5].

1) La seducción divina de las Sagradas Escrituras

Aunque el término “seducción” suele usarse en modo negativo en la Biblia[6], también se manifiesta con claridad la seducción divina en testimonios como los de los profetas Jeremías y Oseas. También es notable el ejemplo de los apóstoles, que, subyugados por la personalidad irresistible de Jesús, dejan todo para seguirlo, y permanecen durante su vida pública, a pesar de las penurias y perplejidades que sufren (Mt 4,18-20; 9,9; Jn 1,43; 21,19, etc.).

Cuando Dios aparece como seductor, lo hace de muy diverso modo de la seducción del Maligno. Dios seduce sin ofrecer cosas placenteras, sino un camino de santidad que, ya al manifestarse a los profetas, lo hace prefigurando tanto la cruz como la redención futura. Se trata del dilema arquetípico con el que tuvo que lidiar Jeremías, entre dejarse seducir por Dios o afincarse en una vida mediocre y sin esperanzas[7]. Veamos estos testimonios:

  • Jeremías: “¡Tú me has seducido, Señor y yo me dejé seducir! ¡Me has forzado y has prevalecido! (...) Entonces dije: 'No lo voy a mencionar, ni hablaré más en su Nombre'. Pero había en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía” (Jer 20,7.9).

Nos hallamos ante una de las cumbres de todo el libro de Jeremías. Los caps. 11-20 avanzan en un “in crescendo” hacia este texto y en él encuentran su culminación. Se trata de la última y más intensa de las “confesiones”. Su fuerte connotación emotiva es consecuencia de la creciente amenaza contra la vida del profeta (11,11.21; 15,10; 17,15; 18,18.23), que desemboca inmediatamente en su captura y reclusión (20,1-6). Con este episodio, que marca el fin de la 1ª Parte del libro (1-25), los sufrimientos de Jeremías alcanzan su punto extremo. Esta quinta confesión es una alternancia de sufrimiento, confianza y desesperación, que refleja el desgarro interior que han provocado en el profeta los ataques de los enemigos contra su vida[8].

En este contexto de angustia, Jeremías lanza este duro reproche contra Dios: “¡Tú me has seducido, Señor y yo me dejé seducir!”. Surge de un hombre que se siente engañado por Dios y reducido a una situación de irrisión. Admite que también él tiene parte de culpa (“me dejé seducir”), pero la responsabilidad principal recae sobre Dios, porque de él parte la iniciativa y es más poderoso[9]. Jeremías acusa a Dios de haber querido aprovecharse de su juventud e inexperiencia, así como se seduce a una joven (Cf. Ex 22, 15); incluso, le hizo promesas que al profeta le resultarían engañosas. Emplea el lenguaje de un amor decepcionado: Jeremías vislumbra las consecuencias de la misión encomendada. El profeta se ha convertido en objeto de burlas continuas para todos, a causa de la palabra de Dios de la que es portador (v 8), y que lo obliga a denunciar el pecado del pueblo[10].

Pero más atrevida aún es la forma en que Jeremías se dirige a continuación a Dios, tú me has forzado: “forzar”, aparece también en el contexto de la seducción sexual (Dt 22,25; 2 Sam 13,11.14; Prov 7,13). Jeremías había llamado ya a su Dios “un torrente engañoso” (15,18), pero en este caso el reproche es más fuerte: Yahvé engaña a su mensajero. Había sido engañado, pues si hubiera podido “edificar y plantar” (1,10), su situación habría sido completamente diferente[11].

En su protesta, Jeremías intenta librarse de su misión, pero la voluntad de Dios se apodera de él como un impulso irresistible. Yahvé ya había sido caracterizado como un “fuego devorador” (Ex 24,17; Is 33,14), pero Jeremías fue el único autor que aplicó esta imagen directamente a su palabra (Jer 5,14; 23,29)[12]. Asistimos así a un verdadero combate interior entre Jeremías y la Palabra divina[13].

Sin embargo, en los v. 11-13 explota un grito de esperanza: “Pero el Señor está conmigo como un guerrero temible: por eso mis perseguidores tropezarán y no podrán prevalecer; se avergonzarán de su fracaso, será una confusión eterna, inolvidable. Señor de los ejércitos, que examinas al justo, que ves las entrañas y el corazón, ¡que yo vea tu venganza sobre ellos!, porque a ti he encomendado mi causa. ¡Canten al Señor, alaben al Señor, porque él libró la vida del indigente del poder de los malhechores!”. Este profundo tono de confianza supone una ruptura en la depresión que estaba atravesando el profeta, en un conflicto real de sentimientos contrapuestos. Esta confianza tiene su fundamento en la promesa de Yahvé (1,8-19), del mismo modo que el término “seducir” lo utilizará Dios para relacionarse con su pueblo en Os 2,16, en un contexto de esperanza. En medio de sus fuertes contradicciones, el profeta mantiene su fe en la fidelidad de Yahvé[14].

  • Oseas: “Por eso, yo la seduciré, la llevaré al desierto y le hablaré de su corazón” (Os 2,16).

En su polémica contra el culto pagano de la fertilidad, Oseas aplicó las metáforas y los símbolos de Ba’al al Dios de Israel en una manera audaz. Por primera vez se habla de la relación entre Dios y su pueblo en términos del matrimonio, esposo, esposa, hijos y amor. Este énfasis de una relación personal con Dios es el que marca la teología de Oseas. Por eso, las palabras más importantes para él son: “amor leal” (jesed), “fidelidad” (emet), y “conocimiento de Dios” (da’at elohim)[15].

En el contexto de Oseas 2,16-25, se describe la restauración futura de la relación matrimonial entre el esposo (Yahvé) y la esposa (Israel): El esposo está cortejando a la esposa, llevándola de vuelta al desierto para renovar el matrimonio. La declaración inicial del v. 16 emplea el verbo comúnmente usado para expresar seducción e, incluso, engaño de un hombre hacia una doncella (Cf. Ex 22,15). Esta seducción divina aparece más adelante en los lamentos de Jeremías (Jer 20, 7-10), donde expresa la tentación y engaño de Yahvé hacia el profeta, quien fue obligado por Él a emprender un camino que no quería. Yahvé guiará a su pueblo de regreso al desierto, según la imagen de un hombre que aleja a una mujer de los demás para seducirla. El esposo afirma que él “hablará sobre su corazón”, un idioma que también se refiere al lenguaje de los amantes (Gen 34, 3; Rut 2,13; Jueces 19, 3)”[16].

El v. 16 es uno de los más importantes en el libro de Oseas. El tiempo es el futuro escatológico de 1,10–2,1, y el esposo (Dios) está en el desierto con su esposa (v. 14). Hablando a su corazón, el esposo dice a su esposa: me llamarás: “Mi Esposo” y nunca más me llamarás “Mi Ba’al”. Es como si Dios dijera a Israel: “Me llamarás: «Amor mío», y no me llamarás otra vez: «Amo mío»”[17].

Israel habrá de volver al desierto. Aquí, como en los v. 8-9, 11-14, el profeta no se refiere a un acontecimiento determinado, como la sequía o la invasión, sino a la necesidad de establecer de nuevo la alianza con Yahvé. El desierto es una oportunidad para encontrar de nuevo a Yahvé. Es un reencuentro que conlleva la promesa final de un retorno a la tierra fértil[18].

  • Carta de Pablo a los Filipenses: “…Esto no quiere decir que haya alcanzado la meta ni logrado la perfección, pero sigo mi carrera con la esperanza de alcanzarla, habiendo sido yo mismo alcanzado [asido por; abrazado por…] por Cristo Jesús”. (Fil 3,12).

Pablo introduce un contraste presentando la dimensión futura (“todavía no”) de ese mismo futuro. En la explicación de los v. 13-14 deja claro que esas palabras tienen que ver con realidades que se cumplirán solamente en la consumación escatológica. El conocimiento de Cristo tendrá su cumplimiento pleno al arribar a la meta escatológica, con el regreso de Cristo (cf. v. 20-21)[19].

Pero, aun cuando todavía no se ha realizado esta perfección, Pablo enfatiza el presente de esta búsqueda con un juego de palabras con el compuesto del verbo “alcanzar” de la primera proposición: “a fin de poder alcanzar aquello para lo cual también fui alcanzado [κατελήμφθην] por Cristo Jesús”. Está persiguiendo con todas sus fuerzas alcanzar el objetivo escatológico para el que Cristo ya lo “alcanzóde antemano a él mismo, tomando como siempre la iniciativa[20]. En este caso concreto de este “ser alcanzando” por Cristo, Pablo se refiere probablemente a la experiencia del camino de Damasco[21].

En estos tres testimonios bíblicos podemos ver cómo Dios toma la iniciativa para sorprender, interpelar y cautivar a los destinatarios de esta irrupción divina, siempre más allá de sus previsiones y planes humanos.

 

¡Tú me has seducido, Señor y yo me dejé seducir!” (Jer 20,7).

 

2) Experiencia personal y testimonio

Concluimos ahora este Capítulo acerca del potencial de seducción de la fe, y, con éste, la exploración que llevamos a cabo a través de posibles senderos apologéticos hacia la fe cristiana. Pensamos que es apropiado cerrar este itinerario con el alegato más vital de todos: presentar de un modo concreto cómo ese Dios Trino, al que nos hemos estado aproximando con argumentos cosmológicos, históricos, escriturísticos, filosóficos, teológicos y estéticos, ha actuado visiblemente en las existencias de una multitud de personas, convirtiéndolas en seres humanos más generosos, compasivos y valientes. Este acontecimiento es llamado por la fe católica "conversión".

Este término no goza actualmente de aceptación en una sociedad preocupada por conseguir una absoluta autonomía. El hombre autosuficiente contemporáneo asocia esta idea con una capitulación de su libertad ante una fuerza ajena y dominante. Como acotaba acertadamente C. S. Lewis no se trata de “bajar la cabeza humildemente”, sino algo mucho más difícil, a saber, “desaprender toda la vanidad y la autoconfianza en las que nos hemos estado ejercitando durante miles de años”[22].

Pero, lejos de estas caricaturas, el NT habla de la conversión (μετανοῖεν) de un modo muy diferente a una irrupción de un mandamiento divino que tiraniza la existencia. Este acontecimiento es fruto de una renovación interna e integral, que se produce cuando el hombre que se reconoce pecador se abre libremente al don transformador divino. Como fruto, deviene un cambio total del propio modo de pensar y de obrar y la consiguiente reorientación fundamental de la voluntad humana hacia Dios (Mc 1,15, Hch 3,19; Apoc 2,5, etc.). Para Pablo la conversión es “un morir y resucitar con Cristo” (Rom 6,4-5), que nos lleva a “revestirnos del hombre nuevo” (Ef 4,22). El hombre renovado a través de Jesucristo (Cf. 2 Cor 5,17; Rom 5,17-18; etc.) vuelve a ser capaz de amar a Dios y al prójimo, ingresando en la vida nueva de los hijos de Dios[23]. El Evangelio y las Cartas de Juan también nos presentan esa nueva vida en Cristo como un “nuevo nacimiento” (Cf. Jn 3,3; 1 Jn 5,1.4, etc.), como paso de la muerte a la vida y de las tinieblas a la luz, o como una victoria de la verdad sobre la mentira y del amor sobre el odio[24].

La conversión trae a la persona, por añadidura, el comienzo de su camino de santificación. Ésta ya comienza con su misma conversión y es un proceso que se despliega a lo largo de su vida. Por ello, no es lo mismo que una canonización, mediante la cual la Iglesia declara solemnemente que ciertos hombres y mujeres de santidad manifiesta, que ya han partido de este mundo, ya están en la presencia de Dios, intercediendo por la humanidad. Antes bien, la santidad (sea ésta anónima o eventualmente reconocida por la Iglesia) es una vocación a los que todos estamos llamados[25]; asimismo, lo enfatizamos, ésta ya comienza en la historia vital de las personas transformadas por Dios.

Ahora bien, estos casos han tenido un permanente y formidable poder de “contagio” sobre la vida de muchos otros seres humanos. La rápida expansión del cristianismo durante los primeros siglos tuvo lugar principalmente por este efecto propagador. Muchos de estos hombres ni siquiera fueron predicadores ni apologistas. Sin embargo, como decía el gran filósofo judío Henri Bergson (†1941), refiriéndose precisamente a estos “santos”: su propia existencia fue una “exhortación”. A diferencia de la “obligación natural” que surge como mandato en nuestra conciencia, “en la moral completa y perfecta hay un llamamiento”[26]. Así pues, la santidad actúa primero como un valor: por la atracción y la seducción que ejerce como un bien. Manifiesta René Lautourelle que esta existencia le revela al testigo “una calidad de vida (…) de la que secretamente desea participar”, y “un ideal cuyo atractivo no está nunca totalmente ausente en el fondo de su corazón”. La santidad, pues, no devela la grandeza del cristianismo “por una demostración o un panegírico; lo muestra presente y operante en una existencia que ha transformado”[27]. Estas personas no se preocupan primariamente por narrar escrupulosamente su experiencia. Acota Bergson que un santo “ha sentido fluir en él la verdad, la ha sentido manar de su fuente como una fuerza operante. No se privará de esparcirla, como el sol no se priva de difundir su luz”[28]. Como dijo el Papa Pablo VI, “El hombre moderno escucha más a los testigos que a los maestros, y si escucha a los maestros, es porque son testigos”[29].

Los santos son atractivos porque viven lo que aman; en sus mismas personas unen la verdad, la bondad y la belleza[30]. Existe, en efecto, una “belleza de la santidad”, que nos remite a la Gloria sobrenatural en términos de von Balthasar. Los que entran en contacto con la vida de los santos se maravillan por su amor desinteresado, su intimidad mística con Dios y su tremendo impacto evangelizador en los demás[31]. “Un enamoramiento genuino” señalaba el Padre Thomas Dubay, “es una capitulación hacia lo bello”[32].

Por eso, no se trata aquí de un enamoramiento superficial, continúa Dubay, sino, antes bien, de “un compromiso desinteresado hecho con un amado fascinante”. Este autor ve este tipo de amor especialmente realizado en los santos, lo que los lleva a un compromiso radical con el Amado[33]. Surge en ellos una “virtud heroica”, que no puede alcanzarse con los meros esfuerzos naturales; sólo se da en ellos pues han abierto sus corazones a la acción transformadora divina[34]. Según Bernard Lonergan, la conversión religiosa, en efecto, “transforma al sujeto existencial en un sujeto enamorado, aprehendido, cautivado, poseído, dominado por un amor total y por eso ultramundano”. Es un estado desprovisto de “condiciones, cualificaciones o reservas; se vive con todo el corazón, con toda el alma, con todo el pensamiento y con toda la fuerza”. Concretamente, la fe cristiana es estar “enamorados de un Dios misterioso e incomprensible” por la iniciativa “del don que Dios hace de su amor"[35].

Para los no creyentes, el argumento por excelencia debería ser el amor de los cristianos: en “la realización del amor fraterno intraeclesial, mediante el cual la Iglesia como un todo da ante el mundo y para el mundo testimonio de la credibilidad del amor de Dios en Cristo”[36]. Von Balthasar ha apuntado que éste era, justamente, el método apologético de Jesús: “...Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,34-35)[37]. Él presentó un amor desinteresado que llega hasta el sacrificio en la Cruz como la primera señal al mundo de dónde se encuentran sus discípulos[38].

Es, precisamente, la belleza insuperable de este amor originario (que tan agudamente nos ha presentado von Balthasar), la que posee la poderosa capacidad de enamorar a los testigos. Puede sostenerse, así, que la vida del hombre enamorado de Dios a su vez enamora a los testigos de esa vida. En una suerte de “reacción en cadena”: el amor auténtico suscita otros amores. El Obispo Robert Barron se refiere a este enamoramiento que produce la santidad en los demás: “…como ha aducido Hans Urs von Balthasar, la belleza que más interpela es la de los santos. He encontrado que presentar las vidas de estos grandes amigos de Dios posee una gran fuerza evangelizadora (…) Cuando Jesús mismo les explicó las Escrituras a los discípulos en el camino a Emaús, sus corazones empezaron a arder dentro de ellos…"[39]. La belleza de la santidad es, pues, un testimonio de la verdad de Cristo[40].

Existen numerosos ejemplos de célebres conversos como San Pablo, San Agustín, San Francisco de Asís, Blas Pascal, San Ignacio de Loyola y ya en el siglo XX Giovanni Papini, Scott Hahn, Oscar Wilde, G. K. Chesterton, Thomas Merton, Vittorio Messori, Jean-Marie Lustiger, Dorothy Day, Jacques Maritain, Léon Bloy, Maurice Bergson, Alexis Carrell, André Frossard, Charles de Foucault, Gabriel Marcel, y un larguísimo etc.… Algunos fueron para el mundo moderno una evidencia viva de fortaleza y bondad como Santa Teresa de Calcuta o San Juan Pablo II. Por último, existe esa incesante legión de mártires que, a lo largo de la historia, imitaron el sacrificio de Cristo: San Esteban, San Pedro y San Pablo, y la mayoría de los apóstoles, San Ignacio de Antioquía, San Justino, San Lorenzo, San Tomás Moro, Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), San Maximiliano Kolbe, por mencionar un ínfimo número de casos; y, por supuesto, tenemos también esa una multitud de cristianos que en países como Afganistán, Corea del Norte, Somalia, Libia, Pakistán o Irak, mueren en el anonimato dando testimonio de su fe. Cada uno de estos santos, decía el P. Dubay, “es un icono vivo de la belleza de la santidad”[41].

De un modo u otro, más allá de sus diversas personalidades y contextos, estas personas se encontraron siempre en una situación inicial de enamoramiento con Dios. Esto sucedió sin perjuicio de que la mayoría de ellos después haya seguido profundizando en el sendero de las razones de la inteligencia o incluso se haya vuelto un apologista (como Blas Pascal, Scott Hahn, G. K. Chesterton, Vittorio Messori, o los evangélicos Lee Strobel o William Craig).

Esta pequeña muestra de ejemplos basta para confirmar que este hallazgo del amor divino constituye, sin duda, un camino primordial hacia la fe; más aún, sin esta experiencia interior, los itinerarios de la razón y de la evidencia histórica quedarían inconclusos y malogrados.

De entre esta muchedumbre de hombres y mujeres alcanzados por la conmocionante amistad divina, seleccionemos los testimonios concretos de tres protagonistas de este “contagioso” enamoramiento:

  • San Agustín: "Heriste mi corazón con tu palabra y te amé. (…) Y ¿qué es lo que amo cuando yo te amo? No belleza de cuerpo ni hermosura de tiempo, no blancura de luz, tan amable a estos ojos terrenos; no dulces melodías de toda clase de cantilenas, no fragancia de flores, de ungüentos y de aromas; no manás ni mieles, no miembros gratos a los abrazos de la carne: nada de esto amo cuando amo a mi Dios. Y, sin embargo, amo cierta luz, y cierta voz, y cierta fragancia, y cierto alimento, y cierto abrazo, cuando amo a mi Dios, luz, voz, fragancia, alimento y abrazo del hombre mío interior, donde resplandece a mi alma lo que no se consume comiendo, y se adhiere lo que la saciedad no separa. Esto es lo que amo cuando amo a mi Dios"[42]. "¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú  estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. (…) Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y disipaste mi ceguera…”[43]

  • San Juan de la Cruz: “¡Oh llama de amor viva, que tiernamente hieres mi alma en el más profundo centro! Pues ya no eres esquiva, acaba ya, si quieres; ¡rompe la tela de este dulce encuentro![44] "¡Cuán manso y amoroso recuerdas en mi seno, donde secretamente solo moras, y en tu aspirar sabroso, de bien y gloria lleno, cuán delicadamente me enamoras!”[45].

  • Blas Pascal: "Fuego, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos y sabios. Certeza. Certeza. Sentimiento, alegría, paz. Dios de Jesucristo. (...) Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría”[46].

En sus descripciones vitales, estas personas emplean términos como “atractivo”, “encanto”, “fascinación”, “atracción” y “seducción” para describir esta arrebatadora presencia divina. Para esta legión de conversos, a la postre, Dios termina por “prevalecer” a pesar de las resistencias a menudo interpuestas.

Ante esta abrumadora cantidad de alegatos, cualquier persona perceptiva debería, cuanto menos, quedarse perplejo. En realidad, la actitud más humilde y sincera debería ser un puro asombro y admiración ante tantas existencias “marcadas con el signo de lo imprevisible, de lo inescrutable y de la generosidad de Dios”[47]. Depende del testigo decidir qué opción quiere escoger ante estos alegatos.

El amor de Jesús, hasta el extremo de la Cruz,

 ejerció un efecto “contagioso”

para la conversión y santificación de millones de personas.

 

 

[1] Brumley, Op. Cit, p. 17-18.

[2] Stein, E., Carta 8 de noviembre de 1927, cit en https://www.religionenlibertad.com/blog/24253/hitos-de-una-conversion-edith-stein.html.

[3] Véase el tema de la “perpendicularidad” complementaria de la acción de Dios en la 1ª Parte, 3: “¿Por qué está el universo “preparado” para la vida? (El «ajuste fino»)”, el punto “Falacia de las premisas de Dawkins”, o, más extensamente nuestro artículo “¿Ha expulsado la ciencia a Dios?” en https://www.academia.edu/34918723/_Ha_expulsado_la_ciencia_a_Dios.

[4] Véase en esta 3ª Parte, en a: “Las exigencias del alma: la incesante sed de Dios”, el punto 2: “Las objeciones al argumento del deseo de infinito”.

[5] Cf. Mi obra “Un Dios desconcertante. Redescubriendo la originalidad de nuestra Fe Cristiana”, el cap. VII. “La llamada de Dios a ser testigos: la imprevisible opción por la debilidad humana”, p. 99s.

[6] El diablo suele aparecer como el “Seductor” (2 Jn 1,7; Ap 12,9) o ha sido seducido por él o por falsos dioses o el pecado (Gen 3,13; Dt 11,16; Mc 4,19; Rom 7,11).

[7] Moronta, M., Un Dios seductor en https://www.religiondigital.org/religion_digital/Dios-seductor_7_1934876499.html.

[8] Fischer, G., El Libro de Jeremías, Barcelona, 1996, p. 150-151.

[9] Ibid., p. 151-152.

[10] Briend, J., El Libro de Jeremías, Navarra, 1983, p. 41.

[11] Couturier, G., “Jeremías” en Brown, R., Fitzmayer, J., y Murphy, R., Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo, AT, Madrid, 1971.

[12] Id.

[13] Briend, J., Op. Cit., p. 41.

[14] Couturier, G., Op. Cit.

[15] Gary, L., “Oseas” en Carro, D., Cevallos, J., Poe, J. y Zorzoli, R. Carro, D., Cevallos, J., Poe, J. y Zorzoli, “Oseas y Malaquías” en Comentario Bíblico Mundo Hispano, T. 13, El Paso, Texas, 2003 p. 17.

[16] Sweeney, M., Berit Olam. Studies in Hebrew Narrative & Poetry. The Twelve Prophets I Hoseas, Joel, Amos, Obadiah, Jonah, Minnesota, 2000, p. 64-66.

[17] Gary, L., Op. Cit., p. 27-28.

[18] McCarthy, D., “Oseas” en Brown, R., Fitzmayer, J. y Murphy, R., Op. Cit., p. 685.

[19] Fee, G., Comentario De La Epístola A Los Filipenses, Barcelona, 2004, p. 433.

[20] Ibid., p. 436-437.

[21] Fitzmyer, J., “Carta A Los Filipenses” en Brown, R., Fitzmayer, J. y Murphy, R., Comentario Bíblico San Jeronimo III, Nuevo Testamento I, Madrid, 1972, p. 636.

[22] Lewis, C. S., Op. Cit., p. 43.

[23] Goffi, T., “Conversión” en De Fiores, S. y Goffi, T. (Eds.), Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Madrid, 1985.

[24] Goetzmann, J., “Conversión, penitencia, arrepentimiento” (a) en Coenen, L., Diccionario Teológico Del Nuevo Testamento, T. I., Salamanca, 1990.

[25] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Lumen Gentium, Cap. V. “Universal Vocación a la Santidad de la Iglesia”.

[26] Bergson, H., Las dos fuentes de la moral y la religión, Buenos Aires, 1962, p. 70.

[27] Latourelle, R., “Testimonio” en Latourelle, R. y Fisichella, R., Op. Cit.

[28] Bergson, H., Op. Cit., p. 231-232.

[29] Papa Pablo VI, Encíclica Evangelii Nuntiandi, n. 41.

[30] Dubay, T., Op. Cit., p. 178-179.

[31] Ibid., p. 16.

[32] Ibid., p. 13.

[33] Id.

[34] Ibid., p. 135.

[35] Lonergan B., Método en teología, Salamanca, 2006, p. 235-236.

[36] Teológica 3, 406.

[37] Balthasar, H. U., Sólo el amor es digno de fe, p. 112.

[38] Dubay, T., Op. Cit., p. 134.

[39] Una nueva apología: la intervención del Obispo Barron en el Sínodo sobre los Jóvenes (octubre 3, 2018 Vaticano).

[40] Brumley, Op. Cit, p. 17-18.

[41] Dubay, T., Op. Cit., p. 140.

[42] San Agustín, Confesiones, Libro X, Capítulo VI, 8.

[43] Ibid., Libro X, Capítulo XXVII, 38.

[44] San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, B, Canción 1, 1.

[45] Ibid., Canción 1, 4.

[46] Pascal, “Memorial”, 23 de noviembre de 1654.

[47] Pronzato, A., La seducción de Dios, Salamanca, 1979, p. 91.

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